Seré subjetivo. Pero no se puede evitar. Ya piqué el número 54 en el calendario de mi vida. Ya tengo más experiencia que años por vivir. Y me ajusto a mi realidad. Distinta a cada uno, lógicamente.
Entonces no voy por el camino tratando de convencer que tal o cual jugador fue mejor que otro. Sumado que en un país futbolero, apasionado y con el plus (bueno o malo) del fanatismo sería difícil llegar a un veredicto final.
Entonces diré personalmente que Diego Armando Maradona es el jugador más extraordinario que he visto. El mejor.
El que me hacía levantar a las 5 de la mañana en 1979 para verlo disputar el Mundial Juvenil de Japón que finalmente ganó, tomándose revancha de la “no convocatoria” para ser parte del Seleccionado Mayor de 1978.
En aquella infancia de potrero, todos intentábamos meter la gambeta “del Diego”. Éramos los líricos de canchas de tierra, pelota de trapo y sueños de Primera.
Crecí con su imagen y me pegaba a la radio para escuchar el relato de “Muñoz por Rivadavia” en aquel 81 en el que fue campeón Metropolitano con el Boca Juniors de Marzolini, en un final picante con Ferrocarril Oeste.
Que haya sido campeón Mundial del 86, o marcado los goles a los ingleses me da igual. No era el éxito lo que me seducía, sino esa bandera que llevaba como estandarte defendiendo el recurso genuino técnico del gran fútbol argentino. Ese que hoy está tan manchado por torneos tramposos.
Diego traspasa todas las fronteras. Se hizo canción, documental, anécdotas. Dirán: “Pero su vida personal….”. Los jueces de redes sociales, rápidos para la condena y el escarnio, opinarán distinto. Allá ellos. En el día de su cumpleaños renuevo los votos de adoración. Diego fue más que fútbol. Fue liturgia.
Y las contradicciones de tu paso por este plano. A vos que sos recordado por “la mano de Dios”, te sacaron la mano en el epílogo de tu vida. Pero aquí estamos tus seguidores. Para tenerte en la memoria buena. Porque vos sos el mejor recuerdo de mi potrero, mi pelota de trapo y mis sueños de Primera.


