El lento tranco de la anticorrupción

Por Luis María Serroels (*)

La corrupción es un fenómeno degradante que no tiene límites, no discrimina medios ni caminos y los únicos códigos que respeta son los propios. Reina en cuanto ámbito le resulta útil, porque variadas son las triquiñuelas de que se vale. Un buen terreno fértil resulta ser la función pública, a sabiendas de la pereza judicial. Hay sayos para todo talle. Es conocida la proverbial mansedumbre y distracción de los propios resortes del Estado que desvían la vista en una suerte de “hoy por tí y mañana por mí”.

Los remanidos, rebuscados e infantiles argumentos con pasos de tortuga al que se suelen aferrar los que frenan las causas, postergan toda sentencia judicial condenatoria para los que le roban al Estado. Pero cuando se les recuerda el precepto de la inversión de la carga de la prueba y existe un alto nivel de reticencia en el imputado que desnuda su miedo al calabozo, el sentido común y la defensa de los intereses públicos no debe ceder ante las operaciones tenebrosas. Nuevos fueros protectores de la desvergüenza en forma de banca o, por ejemplo, las vías que terminan premiando al imputado con funciones diplomáticas dinerariamente muy jugosas, que encima deberían confiarse a personas específicamente preparadas, resultan agraviantes. Ello es obra de autoridades superiores de la Nación convertidas en cómplices.

 Bajo el cómodo rescoldo de un presidente descontrolado de palabra débil y principios quebradizos, se designó a Sergio Urribarri a cargo de la representación en Israel mientras se les hacía Pito Catalán a los profesionales idóneos en relaciones internacionales, que para ello se prepararon y que además no han incursionado en el delito.

¿Por qué apuntamos a todo esto? Simplemente porque en su calidad de gobernador durante dos períodos consecutivos, Urribarri impulsó los mecanismos para darles a los entrerrianos una nueva Constitución en 2008, medida desde luego muy saludable.

A fines de 2018 se conoció un proyecto del diputado provincial Gustavo Zavallo, que apunta a crear la Fiscalía Anticorrupción. Supone saldar una vieja deuda que se ha venido arrojando a la banquina de los olvidos y que no haría otra cosa que cumplir con uno de tantos mandatos de la reformada carta magna provincial a la que el convencional Marciano Martínez definió como “un nuevo paradigma de democracia constitucional”.

Nuestro estatuto fundamental en su artículo 208º, crea la figura de Fiscal del Ministerio Público con competencia en el territorio de la provincia, que tendrá a su cargo la investigación y acusación de los hechos de corrupción y otros delitos contra la administración pública y contará con fiscales designados con intervención del Consejo de la Magistratura. En el párrafo final faculta a la Procuración General a asegurar los medios, el apoyo tecnológico, la continuidad y estabilidad para el cumplimiento de su cometido. Lamentablemente –parafraseando al Chapulín Colorado-, “no contaban con la astucia” de quienes patearon para adelante la reglamentación de una norma de semejante trascendencia.

La iniciativa (debidamente fundamentada por Zavallo) podría unificarse con otra preexistente de su par radical Jorge Monge, que data de 2016, en tanto entre medio hubo una creación transitoria del Procurador General del STJ, Jorge García. Así existe una Procuradora Adjunta titular, surgida del debido concurso, la doctora Cecilia Goyeneche.

En la Legislatura se posó la justicia apuntando a ocupantes de las bancas, que habrían urdido maniobras vergonzosas violando el comportamiento que deben observar quienes hacen las leyes. No es un mero manto de sospecha sobre el sitio donde conviven integrantes honestos con otros que no lo son, imputados por graves delitos y refugiados en los fueros. Es una realidad que envilece a ciertos pillos de la política y a quienes miraban para otro lado. Pero también ha habido ex funcionarios que deberían aclarar sus conductas. Así como la Policía tiene su División de Asuntos  Internos, en la Legislatura pareciera actuar una División Anti Desafueros. Toda institución debe tener sus mecanismos correctores de desvíos reprochables. No aplicarlos suena a indecencia corporativa.

El 2 de octubre de 2009, la Asociación Civil Anticorrupción le envió una extensa nota al entonces titular de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, donde le expuso el cuadro de situación emergente de innumerables procesos vinculados con graves hechos cometidos por funcionarios públicos.

En un párrafo le indicaban al magistrado que “Los que han delinquido en la función pública pueden seguir haciéndolo porque la Justicia Argentina les garantiza en la práctica la impunidad” y apelaban a que “un Poder Judicial republicano establezca los claros límites que no pueden traspasarse en democracia”.

El documento enumeró los múltiples acuerdos  y tratados internacionales suscriptos por  nuestro país, en especial Transparency International. Dicho organismo señaló que “se profundiza año a año la corrupción en la Argentina, con el agravante de que se reiteran los comportamientos ya conocidos década tras década”. Recuerda una frase del primer presidente de la entidad, el incorruptible Ricardo Molina, cuando dijo que “el mayor alimento que tiene la corrupción, es la impunidad”. La Asociación puntualizó que “estos delitos de naturaleza pública vulneran los intereses de todos los habitantes del país, por lo que urge el tratamiento preferencial, parecido al proporcionado a las causas en que se juzgan violaciones a los Derechos Humanos”.

Esto se remonta a casi una década y ¡qué duda cabe! nada ha sido corregido. Por el contrario, altos jerarcas del kirchnerismo y en especial la ex presidenta por dos períodos, con una nutrida agenda de citaciones en los tribunales de Comodoro Py y numerosos manos largas enriquecidos ilícitamente e incluidos en los cuadernos de Oscar Centeno, mantienen el propósito –recuperado el poder político- de avanzar sobre el Poder Judicial. No en vano nuestro país sigue ganando posiciones en el ranking mundial de la corrupción.

Hay ex presidentes (hoy bajo el paraguas de los fueros) que habiendo incurrido en graves casos de corrupción, gambetean a los jueces y patean las causas por un tiempo impensado. En noviembre de 2017 un ladrón se llevó de un “maxikiosco” de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires una caja conteniendo 14 conitos rellenos con dulce de leche. Por este delito un tribunal lo condenó a cumplir una pena efectiva de 4 meses. Los “conitos” que se devoró el poder político en la Argentina alcanzan para indigestar a centenares de afectos a las “golosinas” del alto poder.

Por estos días se sustancia en los tribunales paranaenses una causa referida a falsos contratos en el ámbito de la Legislatura entrerriana y que fuera revelada por ANALISIS. Se habla de un monto de $ 2.000 millones sustraídos al erario público.

Por ello surge más perentorio acelerar el “Proyecto Zavallo”, debiendo recordarse que un instituto de semejante importancia lleva 12 años aguardando su creación.

Con todo este contexto, ¿alguien podría suponer que el mandatario que propició la Convención Constituyente en cuyo texto figura el art.208º, impulsaría el cumplimiento de un precepto que lo terminaría perjudicando en sus planes futuros pero además, en su propia libertad ambulatoria?. Volviendo al tema del proyecto aludido, no pierde actualidad esta sentencia: “La ley condena con ansia y constancia, a quien roba una gallina de una estancia; pero se vuelve floja, flaca y fina con quien roba la estancia y la gallina”

A propósito: días pasados se informó que el juez federal Marcelo Martínez de Giorgi, envió exhortos para recuperar los 30 millones de dólares que Daniel Muñoz, secretario privado de Néstor Kirchner, llevó al Turks and Caicos (de El Caribe) para invertirlos en un complejo turístico en esas islas paradisíacas. Fue dinero producto de las coimas que en abultadas bolsas llegaran a poder del matrimonio, parte de un monto calculado en 70 millones de la moneda verde. Cristina es hoy presidenta alterna de la Nación y titular del Senado.

El jurista, filósofo, político y orador romano Marco Tulio Cicerón (año 106 a 43 antes de Cristo), sentenció que “servirse de un cargo público para enriquecimiento personal, resulta no ya inmoral sino criminal y abominable”.

(*) Especial para ANALISIS

    

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