Peras al olmo

Nuevo Código Procesal Penal

Nuevo Código Procesal Penal.

Por Antonio Tardelli (*)

 

No se le pueden pedir peras al olmo ni justicia a un sistema pensado para la injusticia. Postular que el sistema de administración de justicia ha sido concebido para perpetuar la injusticia suena a sentencia globalmente impugnadora, propia de quien desconfía de que las reformas puedan ir depurando las instituciones.

Suena como una crítica que se le formula al sistema desde afuera del sistema.

Pero eso, exactamente eso, es lo que dicen del Poder Judicial actores (es cierto, marginales) del propio sistema.

En La Cara Oculta de la Justicia, un texto que escribió junto a la periodista Catalina D’Elía, el fiscal Federico Delgado afirma que el sistema judicial fue diseñado no para que el delincuente pague sus culpas sino más bien para que pueda eludirlo.

El diagnóstico es terminante: no hay que pedirle al objeto prestaciones para las que no fue concebido.

Uno desconfía de esos axiomas tan terminantes. Tan escépticos.

Hasta que los actores políticos, con sus acciones y sin disimulo, desnudan sus intenciones: el poder político debe ser protegido de los alcances del Poder Judicial.

Hecha por el legislador para que todos e incluso él (que es parte del poder) la observen, la ley construye senderos que conducen a la impunidad.

El Código Procesal Penal de la Nación fue en su momento reformado por el Congreso de la Nación.

Y se pensó que su entrada en vigencia debía ser gradual.

Seis artículos que no estaban vigentes empezarán a estarlo a partir de la decisión adoptada por un grupo de legisladores enrolados en el oficialismo y que forman parte de una denominada Comisión Bicameral de Monitoreo e Implementación del Nuevo Código Procesal Penal.

Esa entrada en vigencia produce concretos efectos.

Se podrán revisar condenas.

La noción de “sentencia firme” deberá aguardar instancias adicionales a las que se consideran hoy.

Se demorará más (¡más todavía!) que ahora.

Para ejecutar una pena de cárcel se debería esperar un pronunciamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La Justicia, que por lenta deja de serlo, se tomará ahora más tiempo para dictaminar culpabilidades e inocencias.

Avanzará, si lo hace, a ritmo de tortuga.

¿Posibles beneficiarios del nuevo cuadro?

Nombres del poder.

Por ejemplo, Amado Boudou.

O Juan Pablo Schiavi, condenado por La Tragedia de Once.

O el ex funcionario del área de Transporte, Ricardo Jaime, quien en su momento reconoció la comisión de delitos.

Otros más.

Se verifica una paradoja: los argumentos para poner en vigencia los nuevos artículos remiten a principios muy nobles, como el de inocencia.

Y a la necesidad de no generar desigualdades en la administración de justicia.

Y a la preocupación que genera la posibilidad de condenar a inocentes.

Todos esos postulados deben ser defendidos: son las garantías que deben regir para que un ciudadano no esté expuesto a las arbitrariedades del poder público.

Pero la reforma no está pensada para el ciudadano común; está pensada para el poder.

No para la sociedad; sí para los administradores (y venales) del Estado.

Se beneficia al poder. Al poder del pasado y al poder actual que mañana será poder del pasado.

No se legisla para la sociedad.

No para los individuos de a pie.

Sí para los administradores sospechados. Es, de algún modo, un seguro contra la ley.

La corrupción es siempre un drama social y no hay país, sistema o partido que pueda sentirse a salvo de sus estragos.

El tamaño del problema varía, sin embargo, si la corrupción es estructural o si es marginal.

Si en el plano de la ética pública hay bolsones de corrupción en un clima general de decencia o si hay aislados bolsones de decencia en medio de una corrupción que es la norma.

No es lo mismo la corrupción accidental, enquistada en un pliegue del poder, que la corrupción ascendida a las más altas jerarquías partidarias o estatales.

Podemos imaginarnos lo dañina que puede ser la corrupción en un sistema político que castiga las disidencias y premia las obsecuencias, que desalienta la rebeldía y estimula la docilidad, cuando la indecencia tiene las jinetas del mando y los atributos máximos del poder.

En ese escenario no solo se tolera a la corrupción.

Los corruptos son quienes legislan. Quienes juzgan. Quienes administran.

Los corruptos son, en fin, quienes mandan.

 

(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS.

 

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