¿Qué viene después?

Por Sergio Dellepiane (*)

En todas las épocas, las consignas del momento, movilizadas por las circunstancias del pasado reciente, ese que repiquetea incansablemente en nuestra cotidianeidad, sumadas a las del presente efímero con el que interactuamos, hacen que muten sin vergüenza ni pudor.

Entre el “que se vayan todos” de principios de este siglo al “basta de polenta” veintiún años después, se encapsulan humores, estados de ánimo y crudelísimas realidades de miseria y abandono, que han forjado una variada paleta de calamitosas externalidades con la que puede deconstruirse nuestro ser nacional.

En el espíritu colectivo actual puede percibirse la pretensión del “estos se van” aunque, en realidad, el interrogante del momento debiera concentrase en el “¿qué viene después?”.
Hemos arraigado la idea, en mi opinión nefasta, que propugna sin fundamentos, una antinomia destructiva entre “quienes no están con nosotros son el anti …” y los demás, constituyendo mayoría e incluso minoría, representan “la única opción para…”. En cualquier caso, lo que se ausenta con aviso es la idea de país. De una Nación. La NUESTRA.

Lo que se percibe, entre dichos y hechos de los actuales inquilinos del poder, es la posesión de los hilos de una utopía regresiva, ilusión de un pasado irrecuperable; aunque nunca fue más que una baratija enchapada en un dorado ilusorio, reflejante de espejismos sin sustento. Pretender alcanzar a ser lo que en algún momento se intentó, es olvidarnos que cuando pudimos, no supimos o no quisimos; y cuando tuvimos, sólo despilfarramos, rifamos y/o sustrajimos en beneficio de unos pocos, aquello que entre todos atesoramos, con sudor, lágrimas y muchas veces con sangre.

Como siempre, la realidad descarnada se encarga de enrostrarnos lo que somos. Un país geográficamente extenso regido por un sistema democrático de gobierno con desigualdades extremas donde sobresalen jerarquías y privilegios que desparraman prebendas, dádivas y restricciones exasperantes, conviviendo dentro de un régimen de interacción social en tensión permanente y con una justicia ya no ambivalente sino polivalente que destroza sin remordimientos el ideal pretendido, que cada día que pasa se torna aún, más inalcanzable.

En la columna del debe del balance nacional, que puede hacerse a casi cuatro décadas del retorno a una democracia imperfecta pero vigente, queda una vasta multiplicidad de promesas incumplidas. Por desidia, impericia, ignorancia y hasta por manifiesta malicia institucionalizada que aún hoy no conoce responsables y, mucho menos, culpables del destino de mediocridad en medio de miseria y marginalidad exuberante, al que hemos arribado. Aquél que supieron vendernos y que compramos carísimo y sin garantías, a expensas de dignidad y de futuro, por quienes asumieron la responsabilidad de conducir nuestra esperanza.

Aprendimos a fuerza de fracasos y caídas y, así, nos convertimos en expertos supervivientes por acumulación de frustraciones. Trastocamos ilusiones renovadas, una y otra vez, en rabia, furia e impotencia. Hasta hemos llegado a negar nacionalidad a aquellos compatriotas que han manifestado abiertamente, su desacuerdo con lo que se propone desde el poder de turno. Hemos llevado al extremo la polarización, antagónica e irreductible, sustentada en fanatismos anquilosados y perimidos.

Resuena nuevamente el interrogante inicial: “¿Qué viene después?”

Un primer eslabón, en una cadena de salvataje, debe constituirse en base a la aceptación de la existencia del otro, de considerar y aceptar su mirada diferente, su opinión divergente, incluso su accionar opuesto a nuestras pretensiones. Dentro de la Ley todo. Por fuera nada. Ni nadie. Condición necesaria para consensuar y potenciar la igualdad de oportunidades, tantas veces declamada y nunca concretada.

El segundo eslabón debe invitarnos a reconocer nuestro lugar en el mundo, incluyendo riquezas y potencialidades, restricciones geopolíticas y limitantes sociales, económicos, productivos y tecnológicos. Convirtiéndose de este modo, en el inicio de un camino concreto, con posibilidades reales de ser transitado con altibajos, pero sin sobresaltos extremos.

El tercer eslabón tiene la obligación de despabilarnos y, despejada la conciencia colectiva, reconocer que la corrupción, cada vez que incrementa su voracidad y agiganta su presencia, degrada aún más las instituciones de la República y corroe y carcome la voluntad de los ciudadanos. También humilla y degrada la actividad política pues, otorgando poder a cualquier simple mortal lo transforma en un iluminado que asume un extraordinario e insustituible papel de conductor del destino de sus súbditos, a quien sólo podrá juzgar la historia. Nada podrán hacer los demás poderes consagrados por la Constitución ante tamaño desatino rayano a la esquizofrenia. Sin Leyes y sin Justicia únicamente habrá marginalidad, ignorancia y dependencia.

Nada que no hayamos vivido, pero elevados a la enésima potencia. En el extremo, la disgregación de nuestro ser nacional bien podría convertirse en una lastimosa y tragicómica realidad.

Al ausentarse el ideal del conjunto, el compromiso de asumir cada uno lo que le corresponde según sus capacidades y condiciones, se destroza cualquier sistema social, quedando en el camino un tendal de despojos inservibles que únicamente pueden aprovechar las bestias que aprendieron, por aquello de la supervivencia del más apto, a subsistir alimentándose de la carroña que otros depredadores más voraces han ido dejando a su paso.

Desterrar la incertidumbre de lo “que viene después” nos interpela a dar lo mejor de nosotros mismos para construir, tranco a tranco, la continuidad virtuosa de una Nación en marcha. Sin prisa, pero sin pausa, hacia su destino de grandeza. 

Aquél que nunca, bajo ninguna circunstancia, debimos olvidar.

“No hay libertad para el hombre donde su seguridad, su vida y sus bienes están a merced del capricho de un mandatario” – J. B. Alberdi.

(*) Docente

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