1º de Mayo de 1890: aquel vuelo de la emancipación social

Por Carlos del Frade (*)

Ahora que los dueños de casi todo imaginan viajes al espacio exterior para dejar esta única cápsula espacial después de secarla a fuerza de una explotación irracional solamente comparable a la feroz acumulación de riquezas en pocas manos; ahora que esos mismos dueños imponen la necesidad de máquinas y robots para hacerse cargo de la salud y las leyes y producir esclavos humanos que trabajen sin límites; ahora que millones piensan de acuerdo a los intereses de esos dueños de casi todo y no quieren saber nada de luchas colectivas o impulsos que vienen del fondo de la historia; ahora que las fechas parecen ser nada más que feriados; ahora, nietos de trabajadores, dueños de casi nada, ahora mismo somos capaces de escribir, leer, pensar y sentir aquellas palabras del manifiesto a todos los trabajadores de lo que alguna vez se llamó la República Argentina, un primero de mayo de 1890.

Aquel manifiesto se hacía en “fraternidad internacional” a favor de la “propaganda en pro de la emancipación social”.

Hermosa idea: emancipación social. Hoy casi no se pronuncia la palabra emancipación y mucho menos en pareja con la realidad social.

Quería decir un presente sin explotadores ni explotados.

La hermosa idea de la emancipación social.

Ahora, sí, ahora, cuando las cifras del todavía existente Instituto Nacional de Estadísticas y Censos gritan que crecen sin cesar las palabras que ensanchan la columna de los “ocupados demandantes”, es decir de las personas que no pueden empatarle ni al fin de mes ni a las necesidades cotidianas y que, por lo tanto, requieren otra ocupación, menos tiempo para ser lo que quieren a cambio de algún mango más.

Emancipación social para esas chicas y esos chicos menores de treinta años que son los que más sufren la informalidad laboral, es decir las condiciones ilegales de relaciones laborales en el país que alguna vez fuera la síntesis del derecho de trabajadores y trabajadoras a nivel mundial.

Querían, aquellas autoras y autores del Manifiesto, que las palabras tuvieran alas para que “vuele por encima de los postes de límites de los países y naciones con un eco de millones y en los idiomas de todos los pueblos el alerta internacional de las masas obreras: ¡Proletarios de todos los países, uníos!”.

Traían las resoluciones del congreso obrero de París: “crear leyes protectoras y efectivas sobre el trabajo para todos los piases, con producción moderna”.

Allí estaba el humanismo beligerante, en la limitación de la jornada de trabajo a un máximo de ocho horas para los adultos; en la prohibición del trabajo de los niños menores de catorce años y reducción de la jornada a seis horas para los jóvenes de ambos sexos de 14 a 18 años; en la abolición del trabajo de noche, exceptuando ciertos ramos de industria cuya naturaleza exige funcionamiento no interrumpido; en la prohibición del trabajo de la mujer en todos los ramos de industria que afecten con particularidad al organismo femenino; en la abolición del trabajo de noche de la mujer y de los obreros menores de 18 años; en el descanso no interrumpido de treinta y seis horas, por lo menos cada semana, para todos los trabajadores; en la prohibición de cierto género de industrias y de ciertos sistemas de fabricaciones perjudiciales a la salud de los trabajadores y en la supresión del trabajo a destajo y por subasta.

Y añadían que “es obligación de todos los trabajadores de declarar y admitir a las obreras como a compañeras, con los mismos derechos, haciendo valuar para ellas la divisa: Lo mismo por la misma actividad”.

A 135 años de aquella primera conmemoración del día internacional de la clase trabajadora es indispensable recuperar el orgullo de formar parte de la historia universal de las personas que le dan cuerda a este mundo cada vez más desquiciado pero todavía poblado de esperanzas y dignidades.

(*) Periodista y diputado provincial de Santa Fe, publicado en Pelota de Trapo

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