Advierten que en el país hay más de 600 personas perdidas o desaparecidas

Carr recuerda historias de extravíos, experiencias de búsqueda, los 12 casos de bebés robados que fueron recuperados, y en especial a Edith Canchi, raptada en la Maternidad Sardá en 1998, que jamás pudieron hallar; a la chica de 14 que se había ido de la casa hacía tres años y decidió volver a hacer contacto cuando vio su foto en un paquete de yerba mate en la que aparecía como “extraviada”; el muchacho que prefirió irse de su casa con HIV y apareció en la Reserva Ecológica porteña en situación de calle en una campaña de “Frío Cero” de Red Solidaria, y su familia, que lo creía muerto, lo vio por televisión, y pudo reencontrar once años después.

La gente se pierde. Por Mal de Alzheimer, por la falta de memoria. O se va sin avisarle a nadie, por situaciones de conflicto familiar, por maltrato, abuso en casos de menores.

Cada día, en la ciudad de Buenos Aires, se buscan alrededor de 10 chicos perdidos. “Se pierden entre 1.000 y 1.200 por año. El 70 por ciento aparece en las primeras 48 horas. El resto durante la semana. Más tiempo pasa, mayores riesgos y mayor gravedad. El 70 por ciento tienen entre 10 y 17 años, la mayoría son mujeres. Hay tres chicos que pasó el tiempo y todavía no encontramos”, afirma la doctora Yael Bendel, titular de Consejo de los Derechos de Niños y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires. La provincia de Buenos Aires tiene seis casos de menores desaparecidos en los últimos dos años.

“El 90 por ciento de los casos son ausencias del hogar por conflictos en la familia, embarazos adolescentes o cuidados negligentes; y el resto, relacionado con algún delito. En este caso, hasta que el fiscal no lo ordena, no se difunde a la población la fotografía del menor”, indica Pablo Navarro, secretario de Niñez y Adolescencia de la provincia de Buenos Aires. Las agencias estatales tienen contacto permanente con la ONG Missing Children, que por lo general funciona como la instancia de origen, la primera que recibe la denuncia de la desaparición y toma contacto con los familiares.

“En los menores, las primeras horas son vitales. Cuando se presume un secuestro por “trata de personas” interviene la fiscalía adecuada, pero hasta que el chico no aparece no se sabe el motivo. Y después del impacto inicial en las primeras horas, la colaboración policial y judicial se pierde. Y mucho más si no es un caso “mediático”. Hay familias que pueden llegar a los medios y otras que no. Y los casos se van acumulando, quedan en la noche de los tiempos, las familias se destruyen. Por eso pedimos mantener la difusión, la investigación, la esperanza. Actuar en forma inmediata. En la actualidad en www.missingchildren.org.ar tenemos registros de búsqueda de 144 chicos perdidos”, dice Lidia Grichener, titular de la entidad que participó en la búsqueda de 8.578 menores desde fines de 1999.

A las 9 de la noche del 23 de octubre de 2005, en Lanús desaparecieron dos hermanos y un primo. En ese momento Mariana Monroy tenía 6 años, Rubén Calvo, 6 y su hermana Celeste, 7. Y aunque a veces se puede sospechar una “sustracción parental” en este caso no hubo ninguna línea que aportara alguna pista. Ningún problema, ningún antecedente. Tres chicos sentados en la vereda, a metros de la puerta de su casa, como cualquier otra tarde o noche. Su abuelo, que iba para el kiosco de la esquina, les dijo que era tarde y entraran a la casa. Cuando regresó del kiosco, que estaba cerrado, en no más de tres minutos, no los vio más. Ni él ni nadie. Y aunque la policía recorrió el barrio y un helicóptero iluminó las calles esa misma noche, al día de hoy, casi ocho años después, nadie sabe qué ocurrió con los tres niños que estaban sentados en la vereda: no hubo secuestro extorsivo, ni siquiera se sospechó una venganza. Tres desaparecidos. Un caso similar al de Alan Solís, de La Plata, que tenía 11 años, cuando desapareció al salir de un comedor comunitario de Almirante Brown. O Milagros Cordero, de 5, que desapareció en 2004 en la puerta de su casa en Malvinas Argentinas. O el caso, más conocido, de Sofía Herrera, de 4, que desapareció en 2008 en un camping, a 60 kilómetros de Río Grande, Tierra del Fuego.

Hay casos de desapariciones en las que, pasan los años, y sólo quedan carpetas de expedientes semiabandonados, quizá alguna sospecha, pero jamás una prueba. Como el del matrimonio de Rubén Gill y Norma Gallego, que vivían y trabajaban en un establecimiento agropecuario en Crucesitas Séptima, que tenían cuatro hijos menores de doce años que iban a la escuela, y una tarde, ya casi noche, salieron los seis del velorio de un señor de apellido Vega, vecino de Viale, y se subieron a la camioneta a la vista de todo el mundo para regresar a la estancia, a pocos kilómetros, y nunca más hubo un rastro de ellos. Una familia, con seis miembros, desaparecida el 13 de enero de 2002. El casco de estancia, todas las pertenencias, intactas. Nada desordenado, nada fuera de su lugar. En zona rural, la gente no tiene trato frecuente. Imaginaron que habrían hecho algún viaje. “Esa fue la versión que dio el propietario de la estancia, Alfonso Goette, que dijo que los había visto al día siguiente del velatorio y se habían ido a un tambo en Helvecia, Santa Fe. Y cinco días después contrató a otro peón y le hizo llevar todas las pertenencias al galpón, porque no iban a volver”, explica Elvio Garzón a Clarín, el primer abogado patrocinante de la familia.

¿Pero el matrimonio se fue con sus cuatro hijos y dejaron todas sus pertenencias? A Helvecia nunca llegaron, los hermanos de Rubén Gill, de Paraná, hicieron un pedido de localización en marzo. Seis meses después de la desaparición, en junio, el juez Sebastián Gallino ordenó una inspección ocular en la estancia y en agosto del año siguiente, un rastrillaje policial revisó pozos, taperas y arroyos con perros y buzos. El celular de la familia continuó activado hasta 15 meses después de la desaparición.

“Nadie vio ni encontró nada. La gente en los lugares chicos es corta para hablar, desconfía. Se dijo que había problemas en la relación entre el matrimonio y el patrón. Goette, que dijo haberlos visto por última vez, dio un testimonio contradictorio y cuando pedí una ampliación de la declaración testimonial, el juez la denegó. Ni siquiera fue imputado en la causa”, dice Garzón.

En la mañana del 27 de agosto de 2005 Julio Marticorena, estudiante correntino que estudiaba Turismo en Mar del Plata salió del Centro de Residentes Universitarios (CRU). A las 7 despidió a sus amigos. No había ningún incidente, ningún motivo que hiciese sospechar una desaparición. Sus padres viajaron a la ciudad balnearia para agilizar la búsqueda, recorrieron lugares, instituciones donde les informaron haberlo visto.

No hay registro oficial estatal que concentre información sobre personas extraviadas o desaparecidas. La secretaría de Derechos Humanos tiene una Dirección de Registro de Menores Perdidos –similar al de la ONG Missing Children–, que se negó a dar información pública para este artículo, pese a sucesivos pedidos. Del mismo modo, tampoco una repartición de la Policía Federal, la División de Búsqueda de Personas quiso dar a conocer su tarea.

A nivel nacional, no existe un organismo estatal de búsqueda de personas mayores de 18 años ni tampoco hay, entre los familiares, una organización que los agrupe y les permita agilizar las búsquedas y las causas judiciales. Las denuncias quedan aisladas, con información dispersa. No se realizan cruces de datos entre organismos nacionales y provinciales sobre las personas perdidas.

La desaparición, cuando alcanza a los medios, conmueve a la sociedad, pero al poco tiempo los casos van quedando en el olvido, apenas una denuncia más archivada en la burocracia del Estado.

Las búsquedas judiciales y las de las agencias del Estado se pierden luego del primer impulso. Jamás logran tener la fuerza de una madre o un padre que quiere recuperar a su hijo perdido.

“Ellos son los motores de búsqueda”, dice Juan Carr, que aún con el paso de los años sigue recibiendo llamados de familiares que quieren difundir su caso o reiniciar una búsqueda.

Como el caso de Mirta Acosta de Ciccioli que busca a su hija Natalia, que entonces, el 16 de enero de 1994, tenía 12 años y salió de su casa en San Martín de los Andes, en Neuquén, una ciudad en la que “no pasa nada”, para ir a la plaza. Y desde entonces sólo quedaron sus huellas que llegan hasta la subida de los Andes y nada más. Pero las fotos de Natalia permanecen en el portarretratos 19 años después, y su madre visita a diario el monolito en la plaza que la recuerda y sigue reclamando a la justicia, por su precaria investigación en las primeras horas de la desaparición. Como el caso de Fernanda Aguirre o María Cash y el de personas que desaparecen cada día, los centenares que se van acumulando, que pareciera se los hubiera tragado la tierra. Pero no. La tierra no se traga a nadie. Siempre hay alguien que sabe, que oculta o que calla.

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