Luis María Serroels

Este jueves -y a pesar de que los humanos hemos hecho de todo para confundirlo- el almanaque establece que ha comenzado una nueva estación, la primavera. Esa que desde el fondo de los tiempos le imprime sinfonías al aire, nuevos aromas a las plantas y gotitas negras al cielo en forma de golondrinas.

La porción del año en la que las personas, quieran o no, se sienten más limpias y renovadas, casi avasallantes, pequeñas y gigantes a la vez. Y esa primavera de la vida donde más allá de que esa franja tan maravillosa de los jóvenes se siente especialmente destinataria y los estudiantes viven su gran festejo, es alcanzable para todas las edades, sin exclusiones.

Y obedeciendo a la tentación que siempre anda merodeando, hemos resuelto aferrarnos a las siempre útiles metáforas para encarrilar nuestras reflexiones de hoy respecto de la política y los políticos.

No todos quienes incursionan en la actividad política pueden hacer gala de una auténtica vocación. No todos estarían en condiciones de sortear un estudio de ADN que los emparente con la ética y con una revisión que certifique el interior de su mochila intelectual.

¡Vaya qué novedad!

La historia nos muestra que esas cualidades y condiciones han sido en muchos casos reemplazadas por un hábil juego mezcla de viveza y aparato, en el que la picardía criolla arma sociedad con la retórica fácil. Si decimos esto es porque deseamos reivindicar el valor de los políticos serios, honestos y trabajadores, de uñas cortas y bolsillos flacos.

En esta “primavera política”, donde muchos dirigentes asumen que quien no riega su jardín no puede aguardar que se lo riegue el vecino, coincidiendo con el segmento establecido en el calendario se registra una plena temporada de construcción de proyectos, programas, líneas, arreglos de todo calibre, actitudes corporativas, cruces de vereda, contubernios, traiciones, deslealtades y operaciones de transfuguismo como una especie de rebalanceo cualitativo y cuantitativo.

El prestigioso psiquiatra Luis César Guedes Arroyo, en su libro El tratamiento moral, sostiene que “si el concepto de permisividad se aplica equivocadamente como consecuencia de un vacío de autoridad o carencia de límites, puede sobrevenir el caos y la frustración”. En el terreno de la política, a la que se ha despojado de su intrínseca virtud como búsqueda del bien común para convertirla en herramienta para el interés y el beneficio personal, quedan pocas salvaguardas, los límites son sobrepasados y el vacío de conducción determina que se origine una diáspora lamentable. Aunque, como bien lo ha dicho un diputado nacional entrerriano, a algunos mejor perderlos que encontrarlos, lo que importa analizar es la facilidad y frescura con que se cambia de partido y hasta de ideología con la misma naturalidad con que se lo hace con los muebles o el automóvil.

El todo vale como instrumento sustantivo, la masificación informe como andamiaje de la razón y el creer que todo lo propio es bueno y lo ajeno es malo, nos han situado en una crisis de valores que demandan una urgente refundación ética.

Hoy la sociedad observa atónita cómo, una vez más, los aliados de ayer son adversarios (peor aún, enemigos) de hoy y desde los pliegues del poder se opera entre las fuerzas opositoras, se trata de seducir y tentar para el cambio de pellejo (como las víboras) y se usa cualquier posición dominante para provocar desorden interno y desconcierto en los demás partidos, con el propósito de causarles el mayor perjuicio y reducir sus posibilidades a la hora de la confrontación electoral.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)