¡Oíd mortales los ruidos molestos!

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Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

En la circunstancia tan especial que supone un período preeleccionario, el peregrino idioma de la idiosincrasia política argentina ha logrado instalar los rótulos de “año electoral” y “año no electoral” en el modo de ejercer el gobierno. Consecuentemente, los ingredientes que componen ese estilo aplicado previo a los comicios, se asientan fuertemente en dos ítems: bombardeo obsceno de publicidad rayana en el desdoro y una suerte de ley no escrita que señala “prohibido prohibir y permitido tolerar”, lo cual no significa otra cosa que “no molestar el humor ni la voluntad del futuro sufragante”.

La problemática del acoso acústico a que se ve sometida la ciudad, la analizamos editorialmente hace cuatro años bajo el mismo título que hoy encabeza esta columna, donde arrancamos con la certeza de que deben existir pocas personas no avisadas de que el exceso de ruidos provoca daños muy serios y a veces irreversibles en la salud.

La contaminación sonora, traducida en diversas formas, ha llegado a convertirse en un verdadero flagelo, favorecido por la desidia de quienes, habiendo normas precisas en esta materia, miran para otro lado desentendiéndose del asunto.

En marzo de 2006 -hace casi un año- nos preocupamos por la grave situación advertida en la zona de Avenida Rivadavia y calles transversales cercanas al Parque Urquiza (sin ser el único sector paranaense afectado), particularmente en El Rosedal. Tal cuadro ya se definía como un verdadero boliche a cielo abierto, donde se registraban actos en los que, en un inagotable deambular nocturno, confluían salvajismo e irrespetuosidad por igual.

Bafles cuyo volumen supera largamente los decibeles permitidos por las normas y principalmente tolerados por el oído humano para no caer en lesiones que pueden resultar irrecuperables (la hipoacusia prematura es sólo una parte de las patologías previsibles), ocupan el centro de la escena. Pero lo grave es que no sólo dañan a los jóvenes que se dan cita allí -lo cual no importaría demasiado en tanto concurren por su propia voluntad asumiendo los riesgos-, sino que le hacen la vida imposible a los vecinos, que ningún interés tienen en formar parte de estas estentóreas concentraciones y mucho menos sufrirlas.

Los ruidos excesivos, cuyo abanico integran máquinas industriales, altavoces callejeros, escapes libres (un claro ejemplo lo dan las motos), herramientas eléctricas de uso en la vía pública y los insoportables desbordes sonoros provenientes de los boliches bailables, donde la locura consentida por unos pocos debe ser padecida por muchos, han sido enfocados por la Organización Mundial de la Salud hasta llegar a considerarlos altamente nocivos.

No se habla sólo de los perjuicios auditivos, sino de los efectos adicionales que inciden negativamente en el equilibrio emocional de los seres humanos. El descanso no es un lujo y la necesidad de recuperarse -en los tramos del día donde realmente se lo debe lograr- del desgaste generado por distintas labores no es un capricho.

Se sabe que quienes duermen mal y no se recuperan lo debido, no rinden en sus tareas, amén de otras molestias derivadas de no haber podido disfrutar adecuadamente de su sueño reparador. Esta necesidad, y por ende un derecho, no puede quedar expuesta a las andanzas de energúmenos estimulados por ingesta de alcohol y ajenos a las ordenanzas que rigen la convivencia ciudadana.

Cuando ciertas modificaciones adoptadas por las autoridades para el sentido de circulación en calles de la costanera alta vedaron algunos movimientos en la zona del Monumento a la Bandera, el problema muy lejos estuvo de neutralizarse para satisfacción del vecindario. Lo único que se logró fue trasladar la situación de lugar y casi por generación espontánea, instalarse en el segmento que une el ángulo de Rivadavia y Mitre con el Monumento a Urquiza.

(más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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