Luis María Serroels
No hay ninguna duda de que desde nuestra Legislatura, de tanto en tanto surgen proyectos en condiciones de competir entre los mayores despropósitos. Como simple muestra podríamos mencionar aquella iniciativa, a principios de la década del 90, por la que conspicuos diputados justicialistas se propusieron sancionar una ley que legalizaba la riña de gallos. ¿Argumentos? Que total ya se la practicaba ante la tolerancia de autoridades policiales, que constituía una costumbre ancestral donde se plasmaban viejas tradiciones, que se ponía en juego el valor de cada bípedo animal y que, además, se alentaba el culto por la confraternidad y el entendimiento entre los pueblos. Desde luego que semejante disparate jamás prosperó, si bien sirvió para conocer mejor los valores morales e intelectuales de nuestros representantes.
Hoy, otro caso puede llegar a provocar azoramiento por lo insólito, no exento de preocupación, porque supone plantear desde una banca nada menos que la convalidación del ejercicio de la más condenable xenofobia.
La idea lanzada por un diputado provincial del oficialismo, de propiciar la aplicación de un peaje especial para todos los vehículos con patente de la República Oriental del Uruguay que circulen por Entre Ríos ha hecho que los investigadores de Ripley optaran por permanecer un tiempo más en nuestro país, donde ya han acopiado hechos para el Créase o no capaces de llenar un extenso capítulo.
Reconozcamos que el conflicto por las pasteras ha encendido una llama de nacionalismo en muchos sectores y un sólido sentido solidario para con los comprovincianos de Gualeguaychú. Pero es muy poco serio que, enancados en ese sentimiento, algunos se pasen de la raya y caigan en un chauvinismo irracional que los conduce lisa y llanamente a la xenofobia, es decir, el sentimiento de odio, aversión y hasta hostilidad para con los extranjeros.
Es posible que a la luz de una explosión irrefrenable de indignación e impotencia alguien pudiese comentar en su núcleo familiar o en una mesa de café con amigos opiniones expuestas a una dura polémica. Lo feo es que la revelación de marras fue hecha públicamente por un hacedor de leyes y en ella afloran fuertes prejuicios incompatibles con quien ostenta el carácter de representante de la voluntad y los intereses de la sociedad en su conjunto (a propósito, ¿compartirá el gobernador esta embestida anti charrúa?).
Militar en la anti xenofobia debería ser una actitud naturalmente arraigada y harto suficiente para exhibir el respeto que merecen todos los ciudadanos y pueblos del mundo. Pero ocurre que para enderezar las mentalidades retrógradas y encarrilar la conducta ciudadana por vías de tolerancia y fraternidad han sido establecidas normas sustanciales de inexcusable observancia, más aún si se trata de quienes asumen ineludibles responsabilidades y obligaciones, ya sea en sus escaños como fuera de ellos.
Y aquí viene el gran tema. La xenofobia se encuentra claramente tipificada en nuestra carta magna, tanto en su artículo 43, que alude a todo tipo de discriminación, como en el artículo 75, inciso 22, que otorga raigambre constitucional (con garantía superior a las leyes) a tratados y concordatos suscriptos por nuestro país. Y allí se incluyen, entre otros, el Pacto de San José de Costa Rica y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, donde taxativamente se menciona la libertad de ingreso y circulación en un Estado sin más limitación que las que imponen las leyes del anfitrión (la norma que se propone lejos estaría de ser compatible con ese espíritu integrador).
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)
