Marcas de la vida

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A 31 años de la desaparición de Liliana Fontana, una hija de Viale

Soledad Weimer

Liliana Fontana fue secuestrada el 1º de julio de 1977 de la casa de sus padres, en Caseros, provincia de Buenos Aires. En la oportunidad, las fuerzas militares buscaban a su compañero, Pedro Sandoval. Ella tenía 20 años, había nacido en la ciudad de Viale, era estudiante de peluquería y estaba embarazada de dos meses y medio. Él era oriundo de Nogoyá, tenía 33 años y era albañil. Ambos militaban en el peronismo. Por testimonios de sobrevivientes pudo saberse que fueron llevados al Club Atlético, un centro clandestino de detención, y que Liliana fue sacada de allí al momento de dar a luz. En 1988, la familia se ilusionó con la idea de haber encontrado al hijo de la pareja desaparecida, sin embargo, un nuevo examen de ADN demostró que no existía coincidencia genética. El desahogo llegó en septiembre de 2006 cuando las Abuelas de Plaza de Mayo dieron con el nieto número 84: Alejandro Sandoval, que se encontraba apropiado por el represor de Gendarmería Víctor Enrique Rei, para quien aún no ha llegado la justicia.

Any tuvo un sueño. A más de 500 kilómetros de distancia Silvia despertaba del suyo. Las dos lloraban. Cada una en su casa, en su almohada, con sus familias, entre sus pertenencias; la misma noche, en circunstancias parecidas… la habían soñado. Liliana había aparecido en sus sueños. Un par de días más tarde, una conversación telefónica de las que suelen mantener las encontraría queriendo desahogar las sensaciones de aquel momento que descubrían paralelo.

Ana María y Silvia son primas segundas. Any es prima hermana de Chela Deharbe -mamá de Edgardo, Liliana y Silvia Fontana-, pero por cuestiones generacionales, creció junto a sus hijos en la pequeña ciudad de Viale, donde ella aún reside. Liliana era su amiga, su compañera de juegos, su confidente. Y, desde su desaparición en 1977, es esa ausencia que duele, y es ese lazo de unión con Chela y Silvia que ven en Any un poquito del recuerdo de Liliana y una idea de cómo Liliana hubiera sido.

“Es algo que nos hace mucho bien y también mal. En cada abrazo es como si sintiéramos la presencia de Liliana. La última vez que nos vimos, Chela me miró y me dijo: ‘Ella estaría así, con el pelo largo como vos, vestida con minifalda’. Ellas se aferraron a mí por el recuerdo de Lili, y para mí ellas son como mis hermanitas”, intenta explicar Any la relación de afecto que han construido a pesar de la distancia física. “Nuestra comunicación es casi diaria, ya sea por teléfono, mensajes de texto o e-mails”, manifiesta.

Lili era una nena más”, considera su hermana, “aunque resaltaba por su inteligencia y porque era muy linda”, se corrige. Nació el 21 de diciembre de 1956 en Viale, una ciudad entrerriana de algunos miles de habitantes situada a 50 kilómetros de Paraná, y allí pasó los primeros 13 años de su vida. La mayor parte de ese tiempo, la familia Fontana vivió en una casita humilde ubicada sobre calle Sarmiento, entre 3 de Febrero y 24 de Septiembre, aunque por la propia idiosincrasia vialense, nadie omite decir “frente a lo Piñeyro”. Es de allí de donde Any recoge las mejores anécdotas.

El pequeño grupo de amigos estaba conformado por Edgardo -el mayor de los Fontana-, dos vecinitos, Any, Liliana, y sus dos hermanitas menores: Viviana y Silvia, respectivamente. “Liliana era nuestro líder natural. Sobresalía tanto por su belleza, su cabello lacio y rubio y sus ojos intensamente celestes, como por su carácter más fuerte y decidido. A ella la seguíamos cuando encarábamos alguna travesía al campo, a la casa de los nonos Deharbe-Bovier, o cuando organizábamos alguna representación teatral entre los chicos del barrio”, relata Any sin perder la sonrisa mientras los recuerdos brotan desordenadamente y la obligan a hacer una selección.

“Una vez casi provocamos un incendio. La velita con la que iluminábamos nuestras charlas nocturnas quemó parte de la madera de la mesita de luz. Es que, supuestamente, iba a dormir a su casa o ella venía a la mía, pero en realidad estábamos hasta altas horas hablando de los chicos que nos gustaban, improvisando cuentos y hasta incluso versos producto de nuestra imaginación”.

Liliana cursó sus estudios primarios en la Escuela Número 60 Martín Miguel de Güemes y todos la recuerdan como una muy buena alumna. “Fue escolta de la bandera y le gustaba mucho participar de los actos escolares. Me acuerdo que en una oportunidad, el día del acto se le cayó una olla pesadísima en el pie y vendada y todo quiso actuar”, detalla Silvia.

Campeonatos de payanca, las clásicas mancha y escondida, competencia de equilibrio sobre los troncos cortados que durante años permanecieron frente a la casa de Piñeyro, eran la base de recreación en la infancia inocente y común de Liliana, sus hermanos, primos y amigos. “Las muñecas eran casi inexistente para nosotras, así que vestíamos calabazas tipo bebotas, les poníamos nombres y jugábamos a la mamá. Todo era sueños e imaginación. Nos encantaba trepar a los árboles del fondo de casa, y arriba, entre el follaje, soñar con mundos mágicos”, rememora Any. Sin embargo, aquel no era su único espacio de idealización, ellas fantaseaban en todo momento y en todo lugar.

“En las épocas de Carnaval, marchábamos en familia a los bailes de Viale Foot Ball Club, y volvíamos soñando que algún día, cuando grandes, nos iban a elegir princesas y que el reinado seguramente iba a estar entre alguna de nosotras”, reconstruye aquel pedacito de vida destacando una vez más la belleza física de Liliana y lamentando que ninguna fotografía le haga honor. Entonces habla de lo que no podía fotografiarse, su personalidad, su espíritu solidario: “Se preguntaba cosas que jamás se me hubieran ocurrido: por qué nuestros padres tenían que trabajar tanto con sus camiones y no podían compartir más tiempo con nosotras; por qué había unos pocos con casas lujosas y otros chicos andaban descalzos. Yo no sabía qué decirle. Se planteaba ser doctora, enfermera. Quería ayudar a los humildes. Sin dudas en su interior ya se estaban gestando esos ideales por una sociedad más justa que demostraría luego en su paso por Villaguay y también en Buenos Aires”.

Hoy, Ana María Bovier tiene 51 años que no aparenta -los mismos que tendría Liliana-, una profesión, marido, dos hijos adolescentes y un hobby: cultivar cactus, o “pinchudos”, como ella los llama. Tiene también una herida que no cicatriza y un deber social que la impulsa a mantener vivo el recuerdo de su amiga Liliana, y con éste el de los 30.000 desaparecidos por la última dictadura militar.

Silvia tiene 48 años, es empleada y reside en La Plata, junto a su esposo Walter -otro sobreviviente de la última dictadura- y sus tres hijos varones. Dice que vive necesitando hacer cosas en busca de la justicia que todavía no tenemos; y que Any es su cable a tierra cuando necesita mucho a su hermana; a ese ser que los personeros de la muerte le robaron como a tantos hermanos, padres, amigos, y que, peor aún, quisieron que creyera que nunca existió.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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