Antonio Tardelli
Pero las semejanzas arrojan otras conclusiones. Ejemplo: es insoportable el empleo de varas tan disímiles para juzgar situaciones análogas. La razonable asunción de que todo comentario acerca de la realidad se origina en un lugar determinado –sitio comprometido inevitablemente con algo, aunque ese algo no sea un dispositivo del poder– ha degenerado tanto como para desdibujar los márgenes del periodismo. La reivindicación de la prensa militante –que en muchos casos descubrió simultáneamente el compromiso y las prebendas del poder– ha afectado la riqueza de la discusión. Ha erosionado lo productivo del debate. Convertido todo en propaganda, arenga, sermón, alegato, ha sido desterrado el encanto de los matices. El ejercicio de pensar autónomamente dejó su lugar a la repetición previsible. El resultado es lastimoso. Además, aburrido. Nada genera tanto hastío como la prensa partidaria.
Hace exactamente una década se aproximaba un estallido coherente con el tenor de la discusión política del momento. Diciembre de 2001, y los momentos posteriores, fueron la continuidad de un proceso que había tenido en el llamado voto bronca un jalón significativo. Lo que predominaba entonces era una impugnación absoluta hacia los dirigentes: todos contra ellos. La discusión política dividía a la Argentina en dos: de un lado, la ciudadanía; del otro, la clase dirigente, cuestionada globalmente. La censura no diferenciaba. No distinguía entre partidos políticos o fuerzas sociales. Esa fractura, radical, profunda, derivó en un proceso político que, seguido de modo esperanzado por los partidarios de las grandes rupturas –“que se vayan todos”–, acabaría en la reconstitución de un poder idéntico al que se había objetado. Aquella tajante frontera, la que separaba inexorablemente al pueblo de sus representantes, acabó mostrándose estéril. Pagó el precio de su reduccionismo.
Hoy la discusión política es víctima de otra clase de simplificación. Se dirá que, en cualquier caso, la simplificación actual, básicamente expresada en la dialéctica oficialismo-oposición, manifiesta al menos la alternativa de modelos diferenciados, de programas perfectamente reconocibles, de opciones definitivamente contrapuestas. Es discutible. Gildo Insfrán y Martín Sabatella, kirchneristas, tienen tanto que ver entre sí como Mauricio Macri y Pino Solanas, antikirchnersitas ellos. Pero aunque así no fuera, aunque la división entre oficialistas y opositores marcara una delimitación exacta y genuina, la exteriorización discursiva de esa diferencia, planteada en los términos actuales, sería inconducente. El gobierno nacional combina aciertos y desaciertos. Sus políticas admiten más de una caracterización. Lo mismo es aplicable al abanico opositor, cuyas variantes expresan programas y comportamientos heterogéneos. Hay diferencias de ideas y de procedimientos. Hay, por ejemplo, más mezquinos y menos mezquinos incluso entre gente que piensa parecido.
Por tanto, la división es falsa. Trampea. Condiciona además peligrosamente el futuro. Atados a las opciones binarias, irreductibles, una oposición triunfante estaría tentada a acabar con algunas de las concreciones estimables del gobierno, como la recuperación de los fondos previsionales o la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. De igual modo, el kirchnerismo, que se concibe como exponente exclusivo del progresismo, y que a través de sus voceros denigra todo lo que no sea él, se presenta como un modelo de innegables sesgos autoritarios, características que algunas de sus espadas predilectas, como Hebe de Bonafini, hoy parcialmente caída en desgracia, no se preocupan en disimular.
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