Cilicio y “transformación”

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1045
Viejas prácticas

D.E.

Pero no era todo. En el Seminario de Paraná también había masoquismo sexual de parte de varios de los curas.

—¿Y eso cómo se entiende? ¿De qué manera? -se preguntó con cierto asombro a un ex seminarista.
—A través del uso del cilicio, que era un instrumento de autoflagelación y penitencia en el Seminario de Paraná. Era una de las expresiones más inauditas de horror a la carne como signo abierto de posibles tentaciones y fuentes de placer. Podría decirse que era una sensación perversa: infligir un dolor y al mismo tiempo placer; de estar en la buena senda del camino del sacrificio hacia la vida eterna.

—¿Y quiénes lo usaban?
— Se utilizaba por indicación expresa del director espiritual. No era de ningún modo público, sino expresamente de la esfera privada porque allí se sostenía el discurso estratégico y manipulador para los jóvenes seminaristas. Lo usaban aquellos que, según los curas, tenían un cierto camino recorrido en las huestes de la vida espiritual. Ayudaban a esto la literatura, como Tomas de Kempis, que era de lectura obligatoria. Pero todo estaba avalado también por el contexto ideológico dualista («las expresiones del cuerpo son vergüenza y tentación»), las clases, los recreos, los sermones, etcétera. Es llamativo que dentro de ese contexto, los cilicios fueran una expresión privilegiada de algunos; no todos lo usaban aunque muchos estaban de acuerdo. Cuando se les pregunta, los ex seminaristas recuerdan la obsesión de Ezcurra y Sáenz para inculcar la lectura permanente de tres libros: Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis; Las tres edades de la vida interior, de Garrigou y Lagrange y Teología Moral para seglares, de Royo Marín.

El primero era considerado un libro medieval, altamente perverso, dualista y misógino, de no más de setenta páginas, escrito en la Edad Media. Era de consulta permanente en el Seminario, como así también en las diferentes parroquias de la capital entrerriana. El libro de Garrigou y Lagrange se extiende a través de más de 1300 páginas y data de fines de los ’40. «No podíamos entender que hicieran estudiar un libro hecho para los dominicos, que no tienen nada que ver con el clero diocesano. O sea, ver el mundo desde los muros, desde adentro, con todo lo que eso implica», rememoró un ex religioso. El texto de Antonio Royo Marín era el más utilizado durante todo el Teologado (que se extiende por cuatro años) y base para Ezcurra en cada clase de Teología Moral. En cuarto año del Seminario los alumnos se preparaban con ese texto para la futura confesión. El autor se ocupaba de manera detallista de la sexualidad en los más jóvenes. Al referirse a los besos entre un chico y una chica decía, por ejemplo: «Pueden ser mortales, con mucha facilidad, los besos pasionales entre novios (aunque no se intente el placer deshonesto), sobre todo si son en la boca y se prolongan algún tiempo; pues es casi imposible que no representen un peligro próximo y notable de movimientos carnales en sí mismo o en otra persona. Cuanto menos, constituyen una falta grandísima de caridad para con la persona amada, por el gran peligro de pecar a que se la expone. Es increíble que estas cosas puedan hacerse en nombre del amor. Hasta tal punto les ciega la pasión, que no les deja ver que ese acto de pasión sensual, lejos de constituir un acto de verdadero y auténtico amor -que consiste en
desear o hacer el bien al ser amado-, constituye, en realidad, un acto de egoísmo refinadísimo, puesto que no vacila en satisfacer la propia sensualidad aún a costa de causarle un gran daño moral a la persona amada. Dígase lo mismo de los tocamientos, miradas, etcétera, entre esta clase de personas». No pocos jóvenes seminaristas quedaban espantados con los textos de Royo Marín, a quien Ezcurra y Sáenz le asignaban una importancia determinante. «El autor era altamente escrupuloso, detallista y perverso», recordó un ex seminarista, que apenas tenía 15 años por esos días, cuando estudiaban al autor en cuestión. «Se ocupaba de todos los detalles minuciosamente –acotó; sobre todo en el 6 y 9 mandamiento («No cometerás actos impuros» y «No consentirás pensamientos o deseos impuros»). Es tan escrupuloso que difícilmente ibas a cometer algún pecado con todas las precauciones que proponía tomar. Era nefasto y quizás fue donde Ezcurra y el Seminario modelaron conciencia morbosa y escrupulosa en la sexualidad. De hecho, ese libro como otros menores, acentuaban la esfera privada del relato sobre la sexualidad. Cuando uno escuchaba las clases de Moral de Ezcurra parecía una confirmación de que todo este tema rayaba la perversidad», expuso. Y agregó: «Es fundamental relacionar el marco ideológico con la literatura medieval y moderna, especialmente moral, que de algún modo fundamenta las prácticas cotidianas y subjetivas. Era un verdadero proceso de subjetivización; como un goteo diario, de convertir a los muchachos en gurises dóciles a la doctrina; a ser como los curas y monjas medievales (frente a un mundo corrupto y tentador), a prepararse mejor para las funciones sacramentales, etcétera. Pensar que ahora están confesando estos curas, compañeros algunos y me da vergüenza ajena». Casi cuatro décadas después, curas, ex curas y ex seminaristas tratan de no profundizar demasiado sobre el uso del cilicio en el establecimiento religioso de Paraná. Lo reconocen; dan algunos datos, pero no pocos hasta se avergüenzan de las cosas que pasaban en su adolescencia, en ese lugar de enseñanza. «Cuesta entender que vivimos todo ese dolor, como en épocas medievales. Y no quiero pensar las consecuencias que existirán por estos días en muchos de ellos, como consecuencia de tanta represión», señalan.

Había un seminarista que dedicaba buena parte del día para la construcción de los cilicios. Tenía una habitación especialmente acondicionada para hacerlos, aunque medía no más de dos por dos. Contaba con una pequeña morsa y vestía con mameluco claro, una especie de guardapolvo que lo protegía del polvillo.

—¿Y quién era el seminarista que los confeccionaba en el Seminario?
—Alberto Iocco era su nombre. Un personaje sombrío… Iocco era porteño, nacido en 1955 y se ordenó en 1981 en Paraná. Al parecer, fue uno de los curas que en el ’84 se fue a San Rafael (Mendoza), cuando se produjo la crisis en el Seminario de Paraná y provocó que por lo menos 30 seminaristas y un lote de curas se fuera a la provincia de los viñedos, detrás de la figura de Alberto Ezcurra, tras la pelea ideológica y de poder que tuvo con monseñor Estanislao Esteban Karlic. Los más memoriosos recuerdan a que a Iocco nadie lo podía molestar, porque estaba bajo las órdenes de «la superioridad». Allí hacía las piezas de autoflagelación. Uno de sus principales clientes era el cura Sáenz, quien no dudaba en reivindicar su uso como «un honor a la carne».

El sacerdote lo recomendaba siempre para su uso, a quienes acudían a su dirección espiritual y especialmente a los seminaristas que compartían su ideología, como los llegados desde San Luis y los de San Rafael. El cura Ezcurra también usaba cilicio. Muchos lo notaban en el uso de las manos, tanto de él como de Sáenz. «Era evidente que su uso provocaba incomodidad o dolor, o molestia corporal, porque se acomodaban el cilicio con las manos a través de la ropa… Más aún, uno de los modos de infligirse dolor era intencionadamente acomodarse o apretarse como un modo radical de hacer consciente la práctica», recordó un ex seminarista. Uno de los más fanáticos del cilicio era el cura puntano, que para todos era el Gordo Tomás. «Era un ropero de grande y se le notaba debajo de la sotana el cinturón con púas. Entonces, cada vez que pasábamos a su lado lo saludábamos y le palmeábamos la panza de exprofeso», comentó un ex sacerdote. «Algunos hasta hacían ostentación del uso del cilicio para demostrar el espíritu de sacrificio. Lo hacían con total convencimiento», acotó.

—¿Y Tortolo era de auto flagelarse? –se preguntó.
—No hay dudas. Sabíamos que tenía cilicio personal, pero además el instaba a que hiciéramos eso como penitencia. En uno de esos viajes en que conducía el Peugeot 504 de monseñor, en un momento me preguntó: «¿Haz aprendido a azotarte, hijo?». En las primeras milésimas de segundo no me salían palabras. Pero le respondí que hacía otro tipo de penitencia. Algunos testigos recuerdan que el propio monseñor Tortolo usaba el cilicio, que es un accesorio de metal para provocar deliberadamente dolor o castidad en la persona que lo utiliza. Hay quienes recuerdan, entre los ex seminaristas de décadas pasadas –aunque no muy lejanas- haber visto en la mesa de luz de la habitación que tenía Puíggari en el Seminario, el cilicio que utilizaba el polémico ex vicario castrense, como así también los algodones y vendas de sus últimos días. «Al parecer, lo tenía como un recuerdo valioso y oculto», indicaron. No era el único que guardaba cosas de monseñor.

Hay quienes no olvidan que cada vez que Tortolo iba a cortarse el pelo en el Seminario –como lo hacía casi mensualmente-, los seminaristas y curas jóvenes que lo atendían se peleaban por recoger y guardar los pocos pelos que le sacaban. «Esto es una reliquia», decían. Algunos miembros célibes del Opus Dei reconocen el uso del cilicio. La cadena de metal con puntas puede ser llevada en la pierna, pero otros también se azotan la espalda, se pegan en el vientre o lo cuelgan de los genitales para provocarse más dolor y hasta placer. Tenía casi el mismo valor genital y sexual que los cinturones de virginidad que ayudaban a las mujeres a llegar virgen al matrimonio. Es decir, su uso contenía un alto grado de perversidad, pero también un claro lenguaje de la erotización del uso de esos instrumentos. Aunque para ellos era una práctica de la vida espiritual. El cilicio y otras penitencias corporales existen desde hace varios siglos en la Iglesia Católica. Muchos de los santos, como San Francisco de Asís o San Ignacio de Loyola, los han utilizado. Y la lista también comprende al propio Papa Pablo VI. El masoquismo sexual es una parafilia o desviación que se caracteriza porque la excitación sexual «procede del hecho de sentir sufrimiento físico y/o psíquico; es decir, que la excitación sexual se produce cuando estas personas son humilladas, atadas, golpeadas, estranguladas o maltratadas de cualquier modo por ellos mismos o por otras personas, con su consentimiento, pudiendo llegar a poner en peligro su vida en esta búsqueda de placer sexual». Durante demasiados años, el cilicio fue en el Seminario de Paraná unas de las expresiones más evidentes de una práctica ascética, rayando la locura y el autocastigo. Había otras menores, como por ejemplo, levantarse como a las cuatro o cinco de la madrugada e ir a rezar. Los que lo concretaban hacían publicidad de ello para el aumento de su concepto curricular. Otros métodos eran no comer, vivir de ayuno cada tanto, sobre todo en Cuaresma, porque de algún modo el cuerpo debía ser reconducido, obligado a encausarse. Pero la autoflagelación de los seminaristas tenía mayor reconocimiento y premio de parte de las autoridades de la Iglesia. Los que lo practicaban era como que estaban en otro escalón de la vida religiosa. Y cada uno de ellos, desde Tortolo para abajo, sabía perfectamente quiénes eran los que cumplían con ese rito perverso.

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