Una radiografía de Comodoro Py

Edición: 
1071
Anticipo de “El libro negro de la Justicia”, de Gerardo Tato Young

Por Gerardo Young

María era, antes y después, una sobreviviente. ¿Acaso no era esa la primera de sus virtudes, la que explicaba sus tantos tropiezos y su pavorosa capacidad para reconstruirse? Pero los más de cuarenta años que llevaba ejerciendo como jueza de la nación, las décadas que arrastraba administrando los tejidos más misteriosos de la política, buscaban a su pesar una hora de clausura.

Era diciembre del año 2016. El país llevaba largos meses buscando un rumbo de aparente cambio. Y ella, según creían muchos, empezaba a ser parte del pasado. La cita había sido pautada dos días antes a través de un camarista que hacía de intermediario. El presidente de la Corte la esperaba a la hora precisa y María, que nunca lograba llegar a tiempo, por esta vez había sido puntual. El despacho de Ricardo Lorenzetti quedaba en el cuarto piso del Palacio de Justicia.

María tenía el suyo en planta baja, así que solo tuvo que caminar unos metros hasta el ascensor especial para los cortesanos y dejarse llevar hasta una galería interna decorada por los retratos principescos de los viejos ministros de la Corte, todos hombres de trajes oscuros que miraban con la seriedad que imaginamos que no tenían. El despacho en sí era algo caótico. Un enorme espacio con las paredes recubiertas con una boiserie de roble oscuro, por el que había que moverse entre dos amplios escritorios, varios juegos de sillones y armarios dispuestos con cierto aire laberíntico. Lorenzetti habitaba ese territorio hacía tiempo y se movía con la comodidad de quien se sospecha su dueño absoluto.

Tenía motivos para sentirse así. No solo conducía la Corte casi a su gusto desde hacía una década, sino que pulseaba con los otros poderes del Estado como nadie lo había hecho desde que la memoria dejaba rastros. El presidente; los ministros; los gobernadores; diputados y senadores oficialistas y de la oposición; miembros consejeros de la magistratura. Más temprano que tarde, todos acudían a su consejo o a su auxilio, como también lo hacían sus pares de la Corte y los jueces de las Cortes provinciales y los camaristas de todo el país. Las limitaciones de su poder se encontraban más lejos: en los juzgados inferiores, los de primera instancia, aquellos por donde se iniciaban los procesos en búsqueda de aparente Justicia y donde se lidiaba día a día con las realidades que, para la Corte, eran asuntos a analizar en un futuro que los convertía muchas veces en algo abstracto.

Los que obsesionaba a Lorenzetti eran los Juzgados federales penales de primera instancia. Eran doce Juzgados, no más. Pero eran los más importantes del país y al mismo tiempo los más desprestigiados. Ahora estaban desbandados, sin dueño. Aunque también en pugna. Como la mismísima María.

¿Para qué quería hablarle el jefe de los cortesanos? Un mes antes se habían reunido en ese mismo despacho, una tarde similar, pero con un testigo de la cita, el hombre que solía hacer de nexo entre ellos. Aquella vez había sido todo muy diplomático. Lorenzetti sabía que María rumiaba insultos contra él porque lo imaginaba responsable de una serie de movimientos que estaban perturbando a su hijo mayor, Juan Carlos Cubría, a cargo de la administración del Consejo de la Magistratura. El hijo de María tenía un cargo muy importante en la logística del Poder Judicial y llevaba un largo período de conflicto con la Corte. Pero Lorenzetti se había declarado prescindente y le había jurado que de ninguna manera quería el puesto de Juan Carlos. María se preguntaba ahora qué había cambiado entre esa cita y la actual.

Se sentaron frente a frente en los sillones forrados en cuero. Los celulares, como era costumbre, habían sido apagados y dejados a resguardo de los encargados de seguridad de la Corte, en la puerta de acceso al despacho. El silencio, incómodo para ambos, apenas se ensuciaba por el leve zumbido de un viejo aire acondicionado y un lejano rumor a tránsito que llegaba desde los ventanales cerrados a la calle. Lorenzetti agradeció la visita, celebró la posibilidad de intercambiar ideas y de hacerlo con la franqueza que mejor le cabía a dos personas adultas. Vestía un impecable traje gris, con corbata en el mismo tono colgando de una camisa blanca. Llevaba ya varios años sin bigotes, pero sus interlocutores los seguían viendo allí, gruesos sobre los labios.

Mantenía con singular éxito la sobriedad del que conoce cada palabra que va a decir y nunca perdía el tono altisonante de quien da un discurso ante un gran auditorio. A María, en cambio, se la notaba nerviosa. Algo raro en ella, pero no podía ocultarlo y casi no emitía palabra. El asunto de su hijo la inquietaba, le dolía en las tripas. ¿De eso quería hablarle Lorenzetti? ¿O del futuro de María?
Dijimos que no hubo testigos de la reunión. Que se quedaron a solas, una tarde de diciembre, en uno de los rincones más sensibles de la vida institucional del país. Falta agregar que no se querían nada. Que se desconfiaban. Y que esa reunión no podía acabar bien, jamás. Los dos dieron sus versiones, cada cual a su manera. Lorenzetti iba a describirlo como un encuentro normal, de dos funcionarios que administran su oficio y su temple, que pudieron expresarse libremente sobre el devenir del tiempo y de la vida, sin definiciones de ningún tipo. María, en cambio, recuerda la cita como un terremoto. Salió del despacho en silencio, aturdida, caminando con más dificultad que de costumbre, sin mirar hacia ningún lado. En su versión, Lorenzetti le pidió la renuncia de su hijo Juan Carlos del Consejo pero también le sugirió la suya. En su versión, Lorenzetti le recordó que ya había transgredido y por mucho el límite de edad de los jueces, la indómita barrera de los 75 años, y que la Corte se preparaba para emitir un fallo exigiendo la jubilación de aquellos excedidos» en edad. Decirle eso o tirarle una granada era más o menos lo mismo. A ella, que se creía invencible y pensaba retirarse no antes de cumplir los cien años. En ese momento María tuvo la tentación de escupirle todo lo que pensaba en la cara. Y estuvo a punto de hacerlo. Pero si algo había aprendido en su larga carrera era sobre el poder de la pausa. Sobre la capacidad constructiva de la paciencia.

María usaba uno de sus trajes preferidos, hechos a su pedido por la modista de siempre, un elegante conjunto celeste que la hacía verse como una rica dama de beneficencia. Advirtió de pronto que no había soltado su cartera en toda la charla. Era una cartera pequeña y la llevaba colgada del hombro derecho.

Traspasó absorta el umbral del despacho del presidente de la Corte, caminó hacia el ascensor, bajó hasta la planta baja y se retiró por la puerta principal del Palacio de Justicia. Ya caía el sol y la escalinata de acceso estaba vacía de abogados, ordenanzas y demás actores secundarios. Bajó los escalones sin mirarlos, porque después de tantos años tenía automatizados los movimientos de los pies, incluso ella, que ya sufría en sus caderas el peso del tiempo. La cartera seguía allí, colgando de su hombro. El peinado era rígido y dejaba traslucir algo del rubio intenso que supo tener. Sus enormes anteojos negros ocultaban la expresión de su cara, de por sí enrarecida por las muchas cirugías que le habían ocultado arrugas y sutilezas. Estaba aturdida de la rabia, como tantas veces.

Sobre la vereda la esperaba su custodio, un fortachón sin nombre que le abrió la puerta de atrás de un portentoso auto de color azul petróleo. María ingresó al asiento trasero en silencio. Bajó la ventanilla y dio una última mirada al espléndido Palacio mientras el auto arrancaba y se sumergía en el tránsito alocado de Buenos Aires. Treinta cuadras la separaban de su departamento de Coronel Díaz y Santa Fe. En una ciudad convulsionada por protestas callejeras y en el horario del cierre natural de la jornada, el trayecto era lo suficientemente lento para darle a María el tiempo necesario para repasar lo que acababa de ocurrir. Le gustaba ese espacio para pensar. Le gustaban los rincones silenciosos.

Recostada sobre el cuero del asiento y levemente inclinada sobre la puerta, comenzó a reconstruir la charla y los meses que la habían precedido. Eran tiempos de cambio; turbulentos. Algo se estaba sacudiendo en la Justicia y ella estaba en el centro mismo de ese temblor. No era Lorenzetti, lo sabía. No era «solo» Lorenzetti. Lo que estaba ocurriendo es que había cambiado el Gobierno, la conducción política del país, y los resortes del poder debían reacomodarse.
Después de doce años de un gobierno peronista, de una larga sociedad entre esa dirigencia y los tribunales federales, se había provocado un vacío que debía ser ocupado por nuevos actores. ¿Pero acaso no contaban con ella para la nueva etapa? ¿Acaso no respetaban sus servicios prestados durante tantos años?
El chofer debió rodear un piquete de Callao y Corrientes y esquivar una protesta de estatales frente al Ministerio de Educación. Los entuertos callejeros de cada día demoraron la marcha en la avenida Coronel Díaz. Finalmente llegó a casa.

¿Qué iba a hacer ahora? ¿Había llegado la hora de darse por vencida?
María subió hasta su departamento, donde la recibió Mónica, como cada vez.
Mónica era su empleada y amiga y asistente desde hacía veinte años, una mujer servicial y silenciosa que la conocía mejor que todas las lechuzas que la rodeaban. Le recibió el saco, le retiró la cartera (por fin) y la acompañó hasta el living, donde María se sirvió whisky hasta la mitad precisa del vaso de cristal y se sentó en su sillón preferido, de cara a la ventana cubierta de las ramas viejas de los árboles de la avenida, a las que miró y observó como si fuera la primera vez, como si no viviera en ese mismo sitio de la ciudad desde hacía más de treinta años. Cuánto meditó lo que estaba por hacer no podemos saberlo. Cuánto tiempo hacía que lo venía planeando, tampoco. Luego de un largo silencio le pidió su celular a Mónica.
Y empezó a marcar.
Minga que se iba a rendir. Ahora iban a conocer el poder de su fuerza.

(Más información en la edición gráfica número 1071 de la revista ANALISIS del jueves 23 de noviembre de 2017)

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