Una parte de lo que nos pasó

Edición: 
1145

Los periodistas Diego Cabot y Francisco Olivera (ambos del diario La Nación), acaban de publicar el libro Los platos rotos, de Penguin Random House Grupo Editorial Argentina. El nuevo trabajo muestra cómo se transformó el Estado argentino en diez años de kirchnerismo: de moderno y expansivo a elefantiásico, ineficiente y corrupto estatal donde el agua, el gas, el petróleo, la electricidad, los teléfonos, las rutas, las autopistas y las telecomunicaciones se volvieron botines políticos. En esta edición de ANALISIS, un anticipo del libro.

 

Por Diego Cabot y Francisco Olivera

 

—Déjenme dormir esta noche con él.

Era el más íntimo de los velorios. La presidenta había pasado ya varios minutos en soledad al lado del cuerpo de su marido, Néstor Kirchner, pero necesitaba un buen tiempo más para despedirse. En la planta baja, alrededor de esa escalera de caracol que conducía al cuarto de ambos, varios colaboradores, todavía en estado de shock, daban vueltas sin sentido, entre la confusión y cierto temor a incomodar a la jefa de Estado. Era el 27 de octubre de 2010. El santacruceño acababa de morir de un paro cardiorrespiratorio, y la escena final, desgarradora, permitía además desmentir varios mitos: más que la sociedad política de la que siempre se había hablado, Néstor y Cristina Kirchner eran un matrimonio que se profesaba afecto, admiración e incluso dependencia psicológica.

 

Cuando se desplomó sobre una mesa de luz —el golpe le provocó

una herida profunda en el rostro— Kirchner estaba con el atuendo

con que solía dormir: camisa, calzoncillos, medias. En un esfuerzo

desesperado, su mujer lo había subido a la cama. Fue entonces

trasladado de urgencia, en ambulancia, hasta el hospital de El

Calafate, donde se le aplicaron ejercicios de reanimación. “No me

podés hacer esto, no me dejes”, decía Cristina, aferrada a sus pies.

Pasados tres cuartos de hora, ella misma le preguntó a Luis

Buonomo, titular de la Unidad Médica Presidencial, cuánto tiempo

era aconsejable un proceso semejante sin dejar secuelas serias.

 

—Cinco minutos —contestó el médico.

La presidenta se convenció de que ya no había nada que hacer.

—Déjenme sola con él —ordenó.

Salieron todos. Antes de irse, uno de los médicos tapó con una

sábana el rostro de Néstor Kirchner y recibió de ella un reto

memorable.

 

Mientras tanto, Oscar Parrilli, secretario general de la Presidencia,

recibía de los secretarios presidenciales la orden de ir preparando

los aviones para el velorio y el entierro. Llevaron el cuerpo a la casa

del matrimonio y, en la intimidad del cuarto, sobrevino aquella frase

del comienzo:

 

—Déjenme dormir esta noche con él.

Algunos kirchneristas, como Aníbal Fernández y Julio de Vido,

empezaron a llegar y poblaron la planta baja. También estaban

Parrilli y Héctor Icazuriaga, jefe de la Secretaría de Inteligencia.

Recompuesta y con la situación ya asumida, la presidenta se dirigió

por fin a María Angélica Bustos, su fiel ama de llaves.

—Cuca, ponele la mejor ropa que tenga.

 

Bustos vistió el cuerpo. No fue fácil bajarlo, entre varios, por la

escalera de caracol. Tampoco meterlo en el cajón: se había

subestimado la estatura del ex presidente. Entonces, intervino

Parrilli.

—Sáquenle los zapatos.

 

Y así lo llevaron. Los funcionarios se iban notificando el uno al

otro. Muy temprano, Javier Grosman, director ejecutivo de la Unidad

Bicentenario, le había oído la noticia a un periodista del diario Perfil

que cubría en Río Gallegos el desarrollo del Censo Nacional 2010,

previsto para ese día. Cuando llamó a Juan Manuel Abal Medina

para constatarlo, solo recibió por respuesta un llanto del otro lado de

la línea.

 

—Ya está, no te preocupes, Juan Manuel. Entendí.

El rol de Grosman, un productor profesional al que el kirchnerismo

le debe éxitos comunicacionales como Tecnópolis o los festejos por

el bicentenario de la patria, es aquí relevante porque fue él quien se

encargó de la organización del velorio, que se pensó inicialmente en

el Congreso y se concretó en la Casa Rosada ante una multitud que

hizo cuadras de fila para despedir a Kirchner.

Ya en el avión hacia Buenos Aires, la jefa de Estado, que

custodiaba el cajón junto con su hijo, Máximo, le avisó por teléfono a

Florencia, la otra hija del matrimonio, que volviera inmediatamente

desde Estados Unidos.

—Papá no está bien —atenuó.

En realidad, la salud de Kirchner ya había dado varios avisos. En

septiembre de 2007, durante una visita a Nueva York para la

Asamblea de las Naciones Unidas, el entonces jefe del Estado tuvo

un episodio que asustó a su mujer y al resto de la comitiva: se

quedó inmóvil por unos instantes en la habitación del hotel, sin

reaccionar, pese a los intentos de quienes lo acompañaban.

Desesperada, Cristina pidió ayuda a los gritos y, con notable manejo

de la situación, uno de los secretarios privados empezó a darle al

presidente golpes en el pecho hasta hacerlo volver en sí. Cuando se

despertó, confundido, Kirchner fustigó a su auxiliar:

—¿Qué hacés, boludo? Soltame, ¿no ves que estoy en bolas?

El incidente lo obligó a perder un día y a cancelar reuniones de

aquella visita de Estado para hacerse estudios médicos. Allí, los

especialistas le dieron la primera gran advertencia: tenía que cuidar

su salud.

No se cuidó en la medida en que lo requería la gravedad del

problema. En adelante, ya en la Argentina, Buonomo fue testigo de

al menos otros dos sustos similares, que socorrió en secreto

mediante la aplicación de una medicación. A Kirchner solía

dormírsele el brazo izquierdo, pero había decidido privar a Cristina

de estas preocupaciones, de las que solo era testigo Juan Francisco

“Tatú” Alarcón, uno de sus secretarios privados.

Un día, Alarcón deslizó entre sus íntimos esa duda gravitante para

su trabajo: ¿tenía la obligación de transmitirle todo esto a la familia

presidencial? ¿Qué hacer? Después de consultarlo, puso al tanto a

Cristina, que enseguida le reprochó a su marido habérselo ocultado.

Kirchner estalló de ira contra Alarcón, quien esta vez recibió el

inesperado respaldo de “la Doctora”, como le siguen diciendo a la

presidenta en ese núcleo.

—Ellos te cuidan, como vos querés que mis secretarios me cuiden

a mí —lo reprendió ella.

 

Vistos en el tiempo, estos anticipos deberían ahora quitarle

sorpresa al desenlace. Aunque ese pequeño círculo santacruceño

no se haya repuesto todavía del shock.

Desde el punto de vista político, la muerte de Kirchner

desencadenó además un fervor inesperado que parte de la

militancia juzgó fundacional y que, un año después, junto con una

explosiva recuperación en la actividad y el consumo, contribuyó

probablemente a la demoledora reelección de Cristina Kirchner en

las urnas, con un 54% de los votos. El entusiasmo se expresó tanto

hacia afuera como hacia adentro de ese círculo de santacruceños

ensimismados, desconfiados y, por consiguiente, ásperos en el trato

con todos los sectores.

“Déjenme un segundo”, ordenó Parrilli, una vez dispuestas las

directivas para desalojar el recinto de la Casa Rosada y emprender

la caravana por las calles de Buenos Aires hacia el Aeroparque

Metropolitano. Desde allí se iba a llevar el cuerpo al mausoleo de

Río Gallegos.

 

Eran casi las 13 y Parrilli hizo silencio. Los que se habían

quedado hasta el último momento —Carlos López, hombre de

confianza del funcionario; Flavio Riquelme, administrador de

Servicios Generales de la Secretaría de la Presidencia, y Grosman

— empezaron a apartarse de la escena. Parrilli apoyó entonces su

mano en el cajón y conversó, en voz alta y durante un buen rato,

con el cuerpo de Néstor Kirchner.

Es difícil entender el kirchnerismo sin esa ceremonia casi

religiosa. Un proyecto que apareció en el plano nacional casi por

casualidad, allá por 2002, cuando Eduardo Duhalde buscaba un

candidato capaz de derrotar a Carlos Menem en las elecciones

presidenciales de 2003, pero que adquirió estética y épica propias

en 2008, al ritmo de la caja estatal, luego del conflicto agropecuario

y con el advenimiento de gran parte del progresismo militante. Una

impronta que no solo logró la adhesión de una porción importante de

la clase media, sino también, desde la óptica económica, un cambio

radical en la relación entre el Estado y las empresas privadas.

“Vengo a proponerles un sueño”, leyó Néstor Kirchner, e inmortalizó

la frase.

 

Era el 25 de mayo de 2003, la Plaza de los dos Congresos

rebosaba de optimismo y el santacruceño asumía ante la Asamblea

Legislativa. El peronismo, actor decisivo en la caída del gobierno de

Fernando de la Rúa, parecía por una vez cohesionado y convencido

de un proyecto común. Casi no había grietas ideológicas. Eduardo

Camaño, presidente de la Cámara de Diputados, corrió hasta la

banca de la ex cavallista Fernanda Ferrero y la disuadió, a tiempo,

de lo que él y el partido habrían juzgado un papelón: desplegar un

cartel contra la presencia de Fidel Castro, que miraba desde el palco

junto con los presidentes Hugo Chávez y Luiz Inácio “Lula” da Silva.

Camaño agarró el cartel, lo puso bajo el saco abrochado y lo

mantuvo con el brazo.

 

Eduardo Duhalde, que había elegido a dedo a su sucesor

después de evitar elecciones internas en el peronismo, era otro de

los homenajeados. “¡Te vas como un campeón, cabezón!”, le

gritaron desde lejos, y el recinto volvió a ovacionarlo.

Kirchner pronunció entonces un discurso moderado y sin

agresiones. “Venimos desde el sur del mundo y queremos fijar, junto

a ustedes, los argentinos, prioridades nacionales y construir políticas

de Estado a largo plazo para, de esa manera, crear futuro y generar

tranquilidad. Sabemos adónde vamos y sabemos adónde no

queremos ir o volver.”

Había llegado con una sonrisa, acompañado por sus hijos y por

su mujer, la entonces senadora Cristina Fernández. Era un día

histórico. Pocos imaginaron entonces que se inauguraba un proceso

de transformaciones múltiples y una sola constante: el manejo

vertical de un poder que no saldría del matrimonio. Una exitosa

sociedad política que ya desde Santa Cruz, años antes, trataba al

poder como bien ganancial. En esa mesa pequeña e inexpugnable

se confundieron desde entonces la república, el gobierno, el partido

y la familia. Solo había que tener los votos y, con ellos, todas las

herramientas del Estado.

 

El kirchnerismo empezó así a manejar el país. Fue el inicio del

proyecto político más largo de la historia argentina. Cuenta Alberto

Fernández que, a poco de asumir, Kirchner lo mandó reunirse con

los principales intendentes del conurbano bonaerense. El jefe de

Gabinete, que presidió aquel encuentro, les dijo entonces a todos:

“Este es un proceso para gobernar veinte años. O están con

nosotros o contra nosotros. No hay otra opción”.

 

Hay gestos sutiles, imágenes, palabras soltados casi por

formalismo que, vistos en perspectiva, pueden ahora cobrar cabal

significación. Ese 25 de mayo, antes de hacer un breve malabar con

el bastón presidencial que recibía de Duhalde y provocar una

risotada de admiración en Cristina, Kirchner pronunció 29 veces la

palabra “Estado”. “Por mandato popular, por comprensión histórica y

por decisión política, esta es la oportunidad de la transformación, del

cambio cultural y moral que demanda la hora. Cambio es el nombre

del futuro”, dijo, y repitió varias veces la última frase. “Concluye en la

Argentina una forma de hacer política y un modo de cuestionar al

Estado. Colapsó el ciclo de anuncios grandilocuentes, grandes

planes seguidos de la frustración por la ausencia de resultados y

sus consecuencias: la desilusión constante, la desesperanza

permanente.”

 

Nacía el Estado kirchnerista, una corporación cuyos entretelones

nos proponemos mostrar y que requería, como en toda

consolidación histórica, del respaldo mayoritario de la población y la

dirigencia en general. El presidente lo planteó ese día en el

discurso. “Ningún dirigente, ningún gobernante, por más capaz que

sea, puede cambiar las cosas si no hay una ciudadanía dispuesta a

participar activamente de ese cambio.”

Pero la eternidad y la política no se llevan bien. Por un buen

tiempo, Néstor y Cristina creyeron que sí y desafiaron a todos.

Néstor murió y Cristina encontró los límites de su gestión. Cosas

que tienen la naturaleza y la política. Y así, de aquel Estado

inteligente, controlador, moderno y expansivo, que, en sintonía con

el auge de la región, permitió mejorar varios indicadores sociales,

estimular ganancias en la mayor parte de las empresas e ilusionar a

los primeros seguidores, se pasó a otro, obsoleto, incapaz,

costosísimo, ineficiente y corrupto. Es la estela que dejará el

kirchnerismo más allá de logros evidentes, como el crecimiento

explosivo en la economía durante casi una década, la

recomposición de los salarios que había pulverizado la devaluación

de 2002 y, hasta 2007, una genuina recuperación del empleo.

De aquel discurso inaugural de Kirchner, hay párrafos que

abordan temas económicos que, diez años después y a la luz de los

resultados, dan cuenta del fracaso de gran parte de esas

intenciones: “Con equilibrio fiscal, la ausencia de rigidez cambiaria,

el mantenimiento de un sistema de flotación con política

macroeconómica de largo plazo determinada en función del ciclo de

crecimiento, el mantenimiento del superávit primario y la continuidad

del superávit externo nos harán crecer en función directa de la

recuperación del consumo, de la inversión y de las exportaciones”,

empezó.

 

(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS, edición 1145, del día 26 de octubre de 2023)

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