
Vivimos en una era que nos lanza palabras a una velocidad absurda. Opiniones, discursos, tuits, titulares. Todo el tiempo, en todo lugar. Y, sin embargo, cuesta encontrar algo que de verdad conmueva. En medio de ese ruido, monseñor Jorge Eduardo Lozano elige no alzar la voz. Habla despacio, deja espacio al silencio. Parece raro que alguien todavía confíe en la pausa como forma de resistencia.El viernes 13 de junio a las 20 horas, el actual arzobispo de San Juan de Cuyo, presidió la eucaristía en la Catedral de Gualeguaychú en el marco del 25 aniversario de su ordenación episcopal. Dos horas antes recibió a ANÁLISIS en la sede del obispado donde repasó la actualidad. Actualmente preside la Comisión Episcopal de Comunicación Social. Él nunca necesitóde estridencias. Conoce tanto el vértigo del mundo digital como el peso real de las palabras. Hoy, en un planeta hiperconectado, parece que cuesta cada vez más que las personas se escuchen de verdad. Es una paradoja cruel: se habla más y se dialoga menos. Lozano lo expresa con claridad: “El uso no discernido de las redes sociales nos puede absorber en un mundo de fantasía”.Es como que nos acerca lo que están lejos (da proximidad), pero a menudo nos aleja de los que tenemos al lado (quita projimidad). Lo más inquietante no es solo la erosión de los vínculos personales. Lozano advierte cómo esta lógica del monólogo también infecta la política. Líderes que no toleran el disenso, que ven en la diferencia una amenaza. Se alimentan trincheras, no consensos. Y en ese terreno, la agresión crece y hasta se normaliza la violencia.Aun así, Lozano no se queda en la denuncia. Invita a pensar una ética del cuidado, una forma de convivir que no se base en el grito ni en la cancelación, sino en el respeto mutuo. Quizás el mayor gesto de resistencia hoy no sea gritar más fuerte, sino hablar con sentido.No saturar, sino hospedar. Monseñor Lozano lo entiende bien y lo explica en el siguiente diálogo.
Por Nahuel Maciel
En un mundo saturado de mensajes, donde la palabra parece multiplicarse sin medida, pero el diálogo se agrieta, monseñor Jorge Eduardo Lozano no levanta la voz. Habla despacio, con pausas que abren espacios de silencio fértil. Sabe que el lenguaje no es solo transmisión: es hospitalidad, es encuentro, es riesgo.
Lozano cita al Papa Francisco: “Tenemos muchas herramientas para comunicarnos, pero estamos más solos que nunca”. No lo dice con nostalgia de un pasado idealizado, sino con la lucidez de quien ha caminado las periferias del mundo digital y real. Sabe de qué habla: como presidente de la Comisión Episcopal de Comunicación Social y miembro del Dicasterio para la Comunicación del Vaticano, es uno de los referentes más lúcidos de la Iglesia latinoamericana en torno a los desafíos contemporáneos de la palabra y la verdad. “El uso no discernido de las redes sociales nos puede absorber en un mundo de fantasía. Genera vínculos con quienes están lejos, pero nos aleja de los que tenemos al lado”, advierte. Y ese es quizás uno de los signos de esta época: la paradoja de estar hiperconectados y, sin embargo, más solos.
Hay una preocupación que recorre sus palabras como un hilo delgado: la pérdida del diálogo, de ese tejido fino que sostiene la convivencia. “El diálogo implica escuchar auténticamente y decir desde el corazón. Y eso requiere humildad”, afirma. La ausencia de ese ejercicio de mutua vulnerabilidad no solo corroe los vínculos personales: también resquebraja las estructuras democráticas. Lozano lo observa con claridad cuando habla del estilo político dominante: “Varios dirigentes del mundo, de distintos signos ideológicos, no admiten el pensamiento distinto. Todo lo diferente es enemigo”. En esa lógica, no se construyen consensos, se alimentan trincheras. “Me preocupa que vivamos en un clima en el que sube el nivel de agresión. Y eso puede terminar justificando incluso la violencia física”, alerta.
En un tiempo donde el disenso es leído como afrenta y la discrepancia como traición, monseñor Lozano apela a una ética del cuidado y la responsabilidad. “La ética no limita la libertad. La ética nos ayuda a todos a convivir en paz”, resalta. Esa advertencia toma cuerpo cuando describe la brutalidad de ciertas formas del discurso público donde algunos apelan a la descalificación, a la agresión.
Los medios de comunicación tampoco escapan a esta crisis y lamenta la pérdida de confianza de los lectores y la audiencia por informaciones que se publican sin sus debidos chequeos rigurosos. Eso también es parte de la fractura del diálogo. Ante esa pérdida de confianza, monseñor propone un ejercicio de discernimiento crítico: “No quedarse con una sola fuente. Consultar varios medios, buscar referentes confiables” y evitar las descripciones retaceadas que impiden percibir al conjunto.
Pero no todo es sombra. También hay luces. Lozano cree en la capacidad transformadora de la palabra cuando es acompañada por la belleza, la verdad y el respeto. Por eso promueve la formación de evangelizadores digitales, la capacitación de comunicadores en las diócesis, y espacios de diálogo como el reciente encuentro con periodistas en la sede de la Conferencia Episcopal. “Queremos alentar a los obispos a escribir más, a los curas a predicar también en redes sociales, y a los laicos a decir palabras que conmuevan”,se entusiasma. Y esa insistencia en conmover no es retórica: es la apuesta por una comunicación que no sea solo transmisión, sino hospitalidad.
La otra gran esperanza viene del Sur, del mundo académico y silencioso de las universidades. En Río de Janeiro y en Santo Domingo, más de 200 instituciones de todo el mundo –muchas de ellas no confesionales– se reunieron para pensar estrategias concretas de cuidado de la Casa Común. “Ahí hay una globalización bien entendida”,señala monseñor Lozano. No lo dice como quien celebra una rareza, sino como quien detecta un brote verde en medio del cemento. “Aunque no haya salido en los noticieros, aunque apenas se haya publicado en redes, esto me genera esperanza”. Porque el futuro –lo sabe bien– no depende solo de las estructuras de poder, sino también de esas redes invisibles que sostienen el bien común.
Monseñor Lozano no cae en simplificaciones. Ni idealiza ni condena: discierne. Reconoce el poder de la tecnología, pero alerta sobre su uso irresponsable. Sabe que el lenguaje construye realidades, pero también puede destruirlas. Por eso, su voz no grita, acompaña. Su palabra no impone, escucha. Su diagnóstico no es para el escándalo: es para el alma. Y tal vez por eso mismo, conmueve.
-Desde Johannes Gutenberg hasta la actualidad, nunca hemos tenido tanta posibilidad de transmitir ideas y comunicarnos. Sin embargo, también es cierto que desde Gutenberg hasta la fecha nunca hemos afrontado tantos riesgos de quedar aislados o en falsas realidades por la saturación en las comunicaciones.
-Sí. Francisco lo expresaba así: tenemos muchas herramientas para comunicarnos, pero estamos más solos que nunca. Y es así, porque no siempre tener más instrumentos o más facilidades logra que nos podamos comunicar más, que podamos tener esta experiencia de encuentro. Por un lado, la maravilla: veo como algunas familias -a mí mismo me pasa-, que tienen miembros en otros continentes, yo tengo primos en España, y hoy se puede hablar con relativa frecuencia con ellos. Hay familias de aquí mismo -de Gualeguaychú-, que tienen sus hijos estudiando en Buenos Aires o en Córdoba, y que tienen videollamadas para ver cómo andan y acompañarse más. Pero, también acontece que el uso no discernido de las redes sociales nos puede absorber en un mundo de fantasía que en el fondo no existe, más que en nuestra imaginación, y generar entonces vínculos muy cercanos con algunos, pero a través de las redes. Y con quienes compartimos codo a codo, sea en un aula o en casa, no nos comunicamos tanto.
-Y además se da en el marco de un deterioro del diálogo. Está fracturado el diálogo generacional, el diálogo entre la familia y la escuela, entre la directora y la maestra, entre la maestra y el alumno. Está debilitado el diálogo entre la actividad entrópica y la naturaleza. Y al no tener experiencias de diálogo, se pierde la cultura del encuentro.
-Así es. El diálogo implica escuchar y decir. Pero, escuchar auténticamente y decir desde el corazón; lo cual implica -de algún modo- aceptar que somos vulnerables. Aceptar que el otro pueda decir algo que yo no sabía, o agregarme una perspectiva que yo no tenía, y que a su vez está esperando una respuesta. No es que dijo algo en el aire, sino que el diálogo que busca el encuentro entre dos corazones, entre dos personas, requiere un cierto despojo y una actitud de humildad.
-La vez pasada -no recuerdo al autor- leía que convencer no es derrotar al otro en el campo de las ideas, sino es “vencer con” el otro. Especialmente partir de la década del ´60 en adelante, se tiene una imagen más completa de la persona que actúa en masas y cómo se despersonaliza en esa “multitud anónima”. El actuar en masa despersonaliza, facilita que las personas pierdan todo freno y facilita a las conductas impensadas por su agresividad. Lo más parecido a eso hoy se puede percibir en el anonimato que dan las redes sociales. No se comunican para intercambiar, sino para agredir; lo mismo que las personas masas, pero ahora desde un ordenador o un celular.
-Es tremendo. Por un lado, los algoritmos posibilitan que nos comuniquemos con los que pensamos lo mismo. Entonces, se achica mucho el abanico de diálogo y en el fondo, como se decía hace un par de décadas, “nos cocinamos en el mismo puchero” con los que somos iguales. Perdemos en perspectiva otros pensamientos, otros modos de entender la vida. Pero, también corremos el riesgo de pensar o suponernos impunes. Y entonces, con la posibilidad de decir lo que quiera a quien sea sin hacerme cargo de nada y sin que eso después tenga en mí algún tipo de repercusión ética, lo cual hace que sea un riesgo, porque la ética está presente en todo. No es que la ética me limita la libertad. La ética nos ayuda a todos a una convivencia pacífica.
(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS, edición 1161, del día 26 de junio de 2025)