Antonio Tardelli

Ahí está la Presidenta, solemne, teatral.

Viste muy elegante, sin noticias de la austeridad, pero no son sus vestidos lo que llama la atención durante la celebración patria del 25 de Mayo.

No son los vestidos lo que impresiona de su estampa mientras evoca los días de Saavedra y de Moreno, dos revolucionarios que en su antagonismo anunciaban un enfrentamiento de estilos llamado a permanecer.

No son los vestidos de la Presidenta lo que atrae las miradas en la celebración de los días de Saavedra y de Moreno, separados ellos entre otras razones porque uno pensaba el poder con oropeles y pompa y el otro concebía su ejercicio suprimiendo los honores que los poderosos se reservan para sí.

No son los vestidos presidenciales lo que imanta la atención de los espectadores en la conmemoración de los días de Saavedra y de Moreno, el poder con privilegios y el poder sin fastos, anticipando aquellos revolucionarios de verdad la rivalidad eterna entre el poder que se goza y el poder que se sufre.

No son los vestidos.

Es esa mano sobre el pecho.

Es esa pose antinatural.

Es la actitud impostada.

Es esa mano allí puesta para que se vea, para que se note, mientras se escucha el himno.

Es esa mano la que hace un ruido que ensordece.

Es esa mano acomodada de manera tan desacomodada, ubicada de manera tan desubicada, la que deshace la naturalidad de la escena.

Mientras se hace oír el grito sagrado, sólo ella, nadie más, la Presidenta, autocoronada de gloria, lleva la mano derecha hasta su corazón.

Es esa puesta en escena la que desentona.

En un ademán se reconoce todo un estilo.

En una imagen se delata toda una política.

(Màs informaciòn en la ediciòn gràfica de ANALISIS)