Por José Carlos Elinson (*)
La muerte del Moncho Ibáquez no puede más que sorprenderme y dolerme. Mucho. Nos conocimos en El Diario, lo primero que me impactó fue su solvencia en el oficio y su capacidad para poner límites.
Después nos juntó la calle, otra escuela irrenunciable.
El Moncho sabía mucho de algunas cosas pero su humildad no le abría espacios para hacer ostentación.
Perdón Moncho, pero tengo que decirlo: verlo enojado era un espectáculo. No reconocía pelos ni señales. A algunos no les habrá gustado pero era la marca de su autenticidad.
Para los que teníamos unos años menos (tampoco tantos) de edad y de oficio fue un referente generoso.
Estoy convencido de que hubiera sido un excelente secretario general de la Redacción y hasta un buen piloto de tormentas en la emergencia del centenario y otrora emblemático matutino paranaense.
Pero se fue. Y si llegó al mismo lugar al que Don Arturo, Zahorí y Raucho arribaron antes ya estarán discutiendo sin ventajas de títulos y honores los pormenores de la entrega irrespetuosa que truncó la sucesión de sangre que empezó, en 1914, como decían ellos con el más inteligente de los Etchevehere, Don Luis Lorenzo, el fundador.
Moncho, ¡qué macana! Nos vas a seguir haciendo falta en las veredas, en el café de enfrente, y en las cátedras de rugby que improvisabas en charlas informales.
Pero más nos va a hacer falta tu bonhomía, esa que cultivaste modestamente a lo largo de tus 82 años.
“Te vamos a extrañar” es una frase hecha que a algunos periodistas no nos gusta escribir, pero ¿sabés Moncho? Te vamos a extrañar.
(*) Especial para ANALISIS.