Zloto, Chiche Gelblung y la piedra con la que tropieza, siempre, el kirchnerismo

Cristina Kirchner y Alberto Fernández, durante la presidencia de Néstor Kirchner.

Cristina Kirchner y Alberto Fernández, durante la presidencia de Néstor Kirchner.

Por Ernesto Tenembaum (*)

 

Hace mucho tiempo, en el año 2006, Marcelo Zlotogwiazda planteó en Radio Mitre una idea muy incómoda: “Los que tenemos dinero, deberíamos pagar mucho más por la luz y el gas”. Ese día, en la mesa, estaba también Chiche Gelblung, al que le gustaba provocarlo. “Pero déjate de jorobar, Zloto. Yo no quiero pagar más”, le respondía, en su tono tan clásico. Zloto y Chiche sostuvieron esa discusión durante varios días. Era realmente gracioso, sobre todo por la picardía y el humor del segundo. “Zlotogwiazda está loco -decía Chiche-, quiere que paguemos más”. Por entonces, la Argentina crecía a tasas chinas, el precio de la soja estaba altísimo, había superávit fiscal y comercial: el país tenía margen para que sus habitantes pagaran poco de luz, gas, transporte o nafta. Visto desde hoy, el mérito de Zloto era triple: señalaba un problema serio cuando aún no era visible, adoptaba una posición que no era simpática ni fácil de entender para la audiencia y, además, marcaba una seria disidencia con un Gobierno con cuya línea económica, a grandes rasgos, simpatizaba.

Esas advertencias no eran sólo suyas. El entonces vicepresidente Daniel Scioli y el ex ministro de Economía Roberto Lavagna, habían defendido variantes del mismo planteo. Con el tiempo, una medida que puede parecer justa -el congelamiento de tarifas para aliviar la cuenta de cada familia- fue generando efectos muy injustos: cortes masivos de luz, deficiencias extremas en el servicio de trenes, que terminaron con tragedias terribles, pérdida de la autonomía energética, déficit fiscal, déficit comercial. Todo eso obligó al Gobierno a imponer otras medidas para frenar la gangrena: una de ellas fue el control de cambios; otra fue la devaluación de 2014. Tal vez, si el esquema energético hubiera sido más equilibrado, Mauricio Macri nunca habría llegado al poder.

Ese mismo problema, tantos años después, agita la vida interna del cuarto gobierno kirchnerista. Una manifestación de ello se produjo esta semana, cuando se conoció que Pablo González, un diputado nacional santacruceño, reemplazará a Guillermo Nielsen en la presidencia de YPF. La noticia se produce en un contexto extremadamente delicado. YPF heredó un endeudamiento gigantesco de la gestión de Mauricio Macri. Si no lo paga, habrá problemas en cascada: no recibirá financiamiento para explorar Vaca Muerta, y eso producirá problemas económicos serios porque, como ha dicho el ministro Martín Guzmán, la generación de energía local es clave para evitar una crisis de divisas durante el año próximo.

Pero pagar esa deuda es casi imposible. Con la intención de fondearse, en los tres meses previos a la renuncia de Nielsen, YPF subió la nafta un 16 por ciento, muy por encima de la inflación. Eso no alcanza. Pero aún si alcanzara, para pagar los vencimientos la petrolera debería acceder a cientos de millones de dólares, en un contexto donde las reservas no sobran. La alternativa es restructurar la deuda, pasar los pagos para adelante. Pero no parece haber unanimidad en el Gobierno acerca de cuál sería la estrategia para negociar con los acreedores y ese tironeo ha sido una de las razones de la eyección de Nielsen. Su reemplazante, curiosamente, integra un sector de poder interno que ha dado muchas muestras de desafiar la autoridad presidencial. Mientras tanto, los días pasan y los nervios crecen. Por eso caen en picada las acciones de la petrolera.

Dilemas similares se amontonan en la gestión de la luz y el gas. El Gobierno dispuso desde el 10 de diciembre de 2019 que las tarifas sean congeladas más allá de lo que ocurra con el resto de las variables de la economía. Desde el Ministerio de Economía, Guzmán se ha cansado de advertir que esa situación no es sostenible en el tiempo porque va acumulando tensiones. Cualquiera que conozca la historia, tiene memorizadas esas tensiones: mayor déficit fiscal, menor inversión, caída de la calidad del servicio, aparición de empresarios sin experiencia en el sector pero que huelen la ventaja de comprar muy barato lo que alguna vez será mucho más caro, problemas crecientes por la caída vertical de reservas.

Las diferentes posiciones al respecto han trascendido, una y otra vez. Desde el Poder Ejecutivo se han anunciado aumentos menores que no se llevaron a cabo, segmentaciones de acuerdo al poder adquisitivo de los usuarios que no vieron la luz, y postergaciones hasta el infinito. Es un área tan sensible que la vicepresidenta Cristina Kirchner se ocupó de designar funcionarios propios en cargos claves: el directorio de YPF, los organismos de Control, y ahora la presidencia de la empresa. Así como el ministro de Economía tiene una injerencia relativa sobre YPF, tampoco su autoridad es definitoria en las decisiones tarifarias.

La situación no es para nada sencilla. A diferencia de lo ocurrido a principios del milenio, ahora no hay superávits gemelos, tampoco fuentes de financiamiento, la economía no crece a tasas chinas y la pobreza orilla el 50 por ciento. Sin el aumento de tarifas, ya hay una inflación que tiende a acomodarse en un altísimo 4 por ciento mensual. Si se le agrega ese aumento: ¿a cuánto llegará? Pero, si se mantiene el congelamiento, tal vez se corra un riesgo aún mayor. Para colmo, en pocos meses hay elecciones y las encuestas empiezan a reflejar algunos problemas para el oficialismo.

En estas tensiones, se reflejan algunos problemas no resueltos de la historia kirchnerista. Uno de ellos es la evidente dificultad para articular una política sostenible en el tiempo en el sector energético. En el caso de las tarifas, siempre está a mano la chicana de café: quien plantea que el congelamiento trae serios problemas, corre serios riesgos de ser acusado de lobbysta, o de alguien que se pasó a la derecha. “Roberto parecía un lobbysta de las empresas de servicios”, escribió, por ejemplo, Cristina Kirchner, en Sinceramente, sobre Roberto Lavagna, mucho después del desastre que generó en su esquema económico la acumulación disparatada de subsidios.

La otra marca de origen es la visión kirchnerista sobre el rol del ministro de Economía. Luego de los años noventa, los sucesivos presidentes -Mauricio Macri, incluido- plantearon que no se debía repetir la experiencia de un ministro de Economía poderoso. “Así nos fue con Cavallo”, era la muletilla. En su libro Los tres kirchnerismos, el actual ministro Matías Kullfas reflexiona: “La idea de que la política había cedido demasiado espacio a agentes ajenos a ella es un sello de los tiempos kirchneristas. Este cambio representó una recuperación de las capacidades de la política para forjar su propio destino y asociarlo al proyecto de cariz popular. Pero también trajo nuevas complicaciones y, en ocasiones, ciertos excesos de voluntarismo y las fantasías del Poder Ejecutivo de una gestión sin restricciones objetivas”.

El panorama es dramático sea cual fuere el camino que se elija. Todas las decisiones tienen costos, ya sea a largo plazo o en lo inmediato. Pero las cosas se ponen mucho más difíciles cuando medidas centrales para el engranaje económico del país quedan enredadas en un proceso de toma de decisiones en el que confrontan ideas distintas, proyectos de poder que compiten entre sí, estrategias electorales divergentes: si el ministro de Economía no es ministro de Economía probablemente no tenga éxito como ministro de Economía.

Marcelo Zlotogwiazda siempre ponía un ejemplo para explicar la irracionalidad de los congelamientos de tarifas. “Yo tengo una pileta en mi jardín. El gas que uso para calentar el agua es subsidiado por el resto de la sociedad. La pileta, y más con agua caliente, es un artículo suntuario, un gusto que nos podemos dar unos pocos. ¿Por qué tienen que pagármela los sectores más humildes? ¿Eso es una política progresista?”.

Tal vez, hoy diría exactamente las mismas cosas.

La Argentina es, como bien se sabe, ese país donde cambia todo en pocos días, pero no cambia nada en veinte años. Y el ser humano es el único animal que puede tropezar cien veces con la misma piedra.

 

(*) Este artículo de Opinión de Ernesto Tenembaum se publicó originalmente en el portal de Infobae.

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