Por Antonio Tardelli (*)
La megacausa contra el gobernador Sergio Urribarri, a quien se le imputan una serie de delitos cometidos en el ejercicio del poder, permite por lo pronto comprobar que la asignación de los fondos públicos desconoce elementales principios de equidad, transparencia y eficacia.
Por lo menos, eso. De ahí para arriba, cualquier otra cosa.
El caudal de información que se ventila en el proceso, donde se han reunido cinco expedientes, puede ser analizado desde diferentes perspectivas. Se lo puede seguir desde lo estrictamente jurídico, que es lo que más les importa a los actores del proceso, pero también desde el prisma más amplio de lo político.
Y de allí se lo puede reducir a la esfera administrativa. En cada uno de esos planos se pueden extraer conclusiones reveladoras.
Incluso las líneas argumentales de las defensas entregan elementos susceptibles de ser añadidos a la larga lista de aspectos que deberían ser atendidos para poder contar de una buena vez con una administración más eficiente que la actual. Es imperioso contar con una administración que no solo obstaculice el robo sino que también sea útil a los objetivos mejores de los gobiernos decentes.
Fieles al mandato otorgado por sus clientes, naturalmente los defensores procuran demostrar que los imputados no han cometido delito alguno. Desarrollan desde allí una serie de esforzadas explicaciones. Pero muchas de ellas, sin embargo, aunque acaso cumplan su función desincriminatoria, los terminan de igual modo dejando muy mal parados.
Porque suele suceder que para demostrar su inocencia los profesionales se extienden en explicaciones que por lo menos dejan a sus defendidos como perfectos inescrupulosos. Pagan ese precio. Asumen ese costo que se les puede facturar en la esfera de la agenda pública. En ciertos relatos de los defensores técnicos, los acusados son presentados como ineficaces. Como desprolijos. Como descuidados.
Es el mal menor, debe pensar el reo. Se consuela: “Ante los jueces, frente al tribunal, lo único que importa es la inocencia”. Es lógico.
Pero lo que salva en el derecho, o libera en un juicio penal, puede condenar en los otros planos que social y políticamente importan. Ello quedó en evidencia con la declaración que esta semana prestó un testigo. Se trata de un empleado administrativo del Partido Justicialista (PJ) de Entre Ríos. Esa persona, Gustavo Pereyra, fue en su momento designada en el Senado de la provincia.
Según se puntualizó durante la audiencia, el multifacético Pereyra (agente de la Legislatura y administrativo del PJ) también pudo montar una modesta (según argumentan) empresa de publicidad. En su momento apareció vinculado a Juan Pablo Aguilera, el cuñado del ex gobernador Urribarri, acusado también por una serie de hechos. A Aguilera se lo considera un eficaz recaudador que revista a las órdenes del ahora embajador de la Argentina en Israel y Chipre.
Empleado en su momento de Cinco Tipos, una firma antecesora de los negocios explotados luego por espadas urribarristas, Pereyra aseguró que las empresas Next y Tep, atribuidas al cuñado de Urribarri, no eran en realidad propiedad del activo Aguilera. No son prestanombres ni testaferros quienes aparecen al frente de esas firmas, subraya Pereyra.
Si Pereyra lucía vinculado a Aguilera, y Aguilera lo visitaba en su sede comercial de calle Yrigoyen, en Paraná, ello obedecía a que Aguilera era el encargado de contratar publicidad desde la estructura del Partido Justicialista. Por eso, narra el defensor Marcos Rodríguez Allende, Aguilera estaba en contacto con Pereyra.
Pero el vínculo no se agotaba ahí. Era más estrecho. No eran sencillamente dos personas enfrentadas mostrador de por medio para sellar un negocio. Aguilera, además, era el garante del contrato de alquiler del local donde funcionaba Publicitar, la agencia montada por Pereyra.
Repasando las cosas.
Según lo admitido por las defensas para aliviar la situación de los imputados, Aguilera, funcionario del Senado, era quien administraba los fondos del PJ para contratar con las empresas publicitarias. Si el PJ contrataba con Tep y con Next, y si Tep y Next son en verdad empresas de Aguilera, se generaba allí un evidente conflicto de intereses. Pero de seguro sí contrataba con Publicitar, la agencia de Pereyra.
O sea: el PJ, que tenía como empleado a Pereyra, también contrataba a Pereyra para que la empresa de Pereyra desarrollara tal o cual campaña publicitaria.
Delicada la situación del subordinado: es empleado de una estructura a la que, además de venderle su fuerza laboral, le vende, por fuera de la relación de dependencia, sus servicios publicitarios.
Delicada la situación de los responsables del PJ (por entonces Urribarri era su presidente): contrataba los servicios publicitarios de alguien que a su vez era su empleado.
Por otro lado, el múltiple Aguilera, en quien se delegaron tareas de contratación de publicidad del PJ, aparece como garante del empresario/empleado a quien le abonan la doble tarea de administrativo y publicista.
Un ejemplo menor. Un ejemplito. Todo complejo, extraño. Rebuscado. Enrevesado. Planos que se chocan. Cosas que no se entienden. Todo, en fin, bastante criticable.
Rebuscada y criticable en la versión de los hechos que entregan los defensores en un episodio que ni siquiera es central para la magnitud de los hechos que se ventilan. Pero esa versión, deben haber conjeturado, es la que menos perjudica. Es, en términos penales, el mal menor.
La versión que menos perjudica a algunos imputados constituye un verdadero escándalo de incompatibilidades. Una enorme mezcolanza. Una multiplicación de roles que debieran estar perfectamente diferenciados, por lo menos desde lo ético y lo político.
¿Desde lo penal? En su momento hablará el tribunal. Pero la política se juega por afuera de las cuatro paredes del edificio del Poder Judicial.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS