Las tenues señales de vida en un presidente que parecía terminado

Por Ernesto Tenembaum (*)

El 14 de noviembre, el presidente Alberto Fernández era un político desahuciado. Un hombre cansado, ojeroso, que durante dos años había dilapidado un capital gigantesco. Había sido humillado por su vicepresidenta varias veces en público, había bajado la cabeza dócilmente, y había sido derrotado de manera abrumadora en las elecciones de medio término. Encima, tenía por delante dos años tremendos, donde la inflación, la falta de divisas y los compromisos de Argentina con los acreedores privados lo obligarían, si quería llegar a término, a conducir un proceso donde no había nada para repartir, sino todo lo contrario. Delante suyo le esperaba un tobogán o un precipicio, que lo depositaría de manera poco edificante en el rol de ex presidente.

Nada puede cambiar radicalmente en apenas tres semanas. Esa descripción mantiene su vigencia casi en todos los aspectos. Pero, curiosamente, en este breve período, se han producido algunos hechos, donde parece expresarse –y en esto conviene ser muy prudente, dada la naturaleza del personaje- cierta voluntad del Presidente por reconstruir su autoridad y darle un viraje a su gobierno. Hay, en este sentido, gestos de poder y medidas que parecen imprimir una orientación que no existía antes de las elecciones. Para entenderlo, conviene enumerar ciertos hechos.

En principio, es interesante observar aquello que no ocurrió. A mediados de septiembre, luego de las primarias, la vicepresidenta encabezó un golpe palaciego que se expresó en tres hechos: los insultos de la diputada cristinista Fernanda Vallejos contra el Presidente (“mequetrefe”, “okupa”, “atornillado”), la renuncia en masa de los ministros cristinistas, y –finalmente- la violenta carta de CFK. Fernández, entonces, claudicó en todos los frentes. Despidió a los funcionarios que detestaba su vicepresidenta, y confirmó en sus cargos a los renunciantes. El pánico se extendió despacho por despacho. ¿Qué haría Cristina después del 14 de noviembre? ¿Cómo seguiría la purga? ¿Entregaría Fernández a Martín Guzmán, a Vilma Ibarra, a Matías Kulfas o a Gustavo Beliz? ¿A todos ellos?

Nada de eso ocurrió. Todo el mundo sigue en sus cargos. Bueno, en realidad, casi todo el mundo, porque el jueves pasado debió irse del gobierno Debora Giorgi, la subsecretaria de comercio interior. Giorgi es la primera funcionaria designada por Cristina Kirchner que se aleja de la gestión. Hasta ahora, todos los que se fueron o los que fueron desplazados –Marcela Losardo, María Eugenia Bielsa, Ginés González García, Santiago Cafiero, Cecilia Todesca, Juan Pablo Biondi- pertenecían al albertismo, o al peronismo tradicional. Los fernandistas eran fusibles. Los cristinistas, intocables. Giorgi es la primera excepción a esa regla.

La salida de Giorgi se produce, además, en un contexto donde otro funcionario cristinista, Roberto Felleti, fue desautorizado por el albertista Matías Kulfas cuando amenazó con imponer retenciones a la carne. Antes del 14, la reacción de Kulfas lo habría dejado fuera del gobierno. Desde el entorno del mismo Kulfas, y desde el Ministerio de Agricultura, que conduce Julián Domínguez, informaron a varios periodistas sobre diálogos donde Felleti habría sido reprendido de manera muy airada. El mismo jueves de la salida de Giorgi, la vocera presidencial Gabriela Cerruti informó que la negociación con el sector de la carne la llevaría a cabo Domínguez, un opositor a las retenciones, la medida que impulsaba Felleti y que es casi un ícono sagrado para la liturgia K.

Esas idas y vueltas, además, se producen en un clima interno que fue marcado por el acto que el mismo Presidente encabezó el miércoles 17 de noviembre. Ese día, en Plaza de Mayo, hubo una puesta en escena extraña, por decirlo de algún modo: sin imágenes de Cristina en el escenario, ni en los carteles que atravesaban la plaza, ni en las pancartas que llevaban las organizaciones sociales y los sindicatos, ni alusiones a la vice en el discurso presidencial, ni presencia camporista. Hasta “el Tula” volvió a Plaza de Mayo. El acto había sido imaginado a mediados de septiembre para respaldar a Fernández frente al golpe de la vicepresidenta. El Presidente lo reprogramó para evitar otra ofensiva destituyente en noviembre. Era, aunque nadie lo dijera en público, un acto para frenar a Cristina.

Las mesas de diálogo públicas y privadas con empresarios forman parte también de ese giro. Cualquier gesto en ese sentido, hace unos meses, despertaba un tuit fulminante o una carta indignada de la vicepresidenta. Ahora se han hecho habituales: un día en Olivos, otro en el hotel Alvear, otro en la UIA. La inminencia del acuerdo con el FMI, que Cristina Fernández no se atrevió a rechazar –ni a apoyar- en su última carta, o de medidas largamente resistidas por el cristinismo, como la segmentación de tarifas, son otros componentes de una etapa donde se insinúa un giro.

Estos episodios no encuentran sentido solamente en la necesidad de Fernández de reconstruir la autoridad presidencial perdida, sin la cual su gobierno podría terminar de manera muy traumática. Hay un trasfondo, además, de disputa muy evidente acerca de la dirección que tomará el gobierno en los dos años que quedan. En octubre del 2020, la publicación peronista Panamá Revista, difundió un artículo muy interesante, firmado por el sociólogo cordobés Federico Zapata, que recomendaban enfáticamente desde las oficinas de Santiago Cafiero. Leído ahora, ese texto resulta anticipatorio.

Zapata sostenía justamente que el gobierno estaba atravesado por una profunda discusión ideológica. De un lado, “están quienes consideran que el peronismo debe transformarse en una cruzada de clase contra el capital (…) El antagonismo como programa de gobierno”. Del otro, en cambio, “quienes consideran que el peronismo debe ser un gestor eficiente del capitalismo (…) que faciliten la (re) emergencia de una clase trabajadora próspera”.

En ese contexto, Zapata sostenía:

- “Si no generamos el clima para que el sector privado invierta en el país y no generamos incentivos para que esa inversión genere trabajo genuino, el Estado se va a transformar en una ambulancia del desastre social post pandemia”.

- “En el contexto actual no hay política más distributiva que la generación de trabajo genuino. El trabajo se genera con la inversión privada… Cualquier política que en este contexto dramático desaliente la inversión privada (o aliente la desinversión) es una mala noticia”.

- “El gobierno necesita resolver la cadena de mandos. El Estado no puede ser un campo de batalla de las facciones de una coalición porque ese juego balcaniza la capacidad gubernamental aislando a la coalición de la sociedad, una especie de endogamia gubernamental”.

- “Es importante construir una autonomía relativa, donde las decisiones públicas incorporen el conocimiento que aporta el mercado y la economía real. Hay que salir de las lógicas binarias: Estado sin mercado, mercado sin Estado”.

Ese texto advertía sobre las graves consecuencias que luego se produjeron. Las peleas internas aislaron al gobierno de la sociedad. Las posiciones radicales y antiempresarias de un sector de la coalición jugaron en contra del crecimiento de la inversión y de la confianza en el país. El programa del antagonismo saboteó a la utopía peronista de siempre. El ninguneo permanente al presidente, hizo lo suyo.

Lo peor es que tal vez sea tarde para recuperar el tiempo perdido. Quien podría haber liderado ese proceso de reconstrucción se dejó avasallar por la vicepresidenta y sus seguidores y, de a poco, perdió protagonismo y autoridad. El 14 solo quedaba darle la extremaunción. Pero, de repente, se produjeron algunas señales de vida.

Seguramente no sea nada relevante, dada la naturaleza del personaje.

Esas cosas que pasan por motivos inexplicables para la ciencia. Fenómenos extraños que suceden, llaman la atención, luego se apagan y la vida sigue.

Apenas un amague, una golondrina perdida.

Una insinuación de lo que no fue.

(*) Periodista – Publicado en Infobae

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