Geoeconomía y Estado

Por Álvaro García Linera (*)

 

Primero fue el FMI que usó la categoría para alertar de la fragmentación regional del globalismo. Luego el Financial Times lo menciona para nombrar el inicio de una nueva era de relaciones internaciones. Geoeconomía es el nuevo concepto que algunos de los productores de narrativas políticas buscan instalar como alternativa al declive del ideologema neoliberal. Ciertamente hay autores que intentan proporcionar una estructura argumental más seria como Babic (Geoökonomie. Anatomie der neuenWeltordnung, 2025); e, incluso, otros ensayan fórmulas matemáticas básicas con el objeto de parametrizar el concepto y prever comportamientos gubernamentales venideros (Clayton, The political economy of geoeconomic power, 2025). Lo cierto es que estamos ante una categoría que será invocada con más frecuencia por economistas y políticos.

La mayoría de los autores que nombran a la geoeconomía lo hacen para resaltar el uso estatal de coacciones comerciales y financieras para inducir a otros estados a realizar acciones que beneficien económica y geopolíticamente al primer Estado, dando lugar a espacios regionales de influencia y vasallaje. Las herramientas que se utilizan para tal propósito van desde las sanciones económicas (por ejemplo, excluir a un país del sistema Swift); control de exportaciones (por ejemplo, prohibir la venta de biotecnología a China); reestructurar las cadenas de suministros (por ejemplo, relocalizar los lugares donde se fabrican automóviles); manipular la ayuda exterior para asegurar alineamiento político (por ejemplo, que el FMI otorgue préstamos a un determinado país); presionar a empresas nacionales o extranjeras para que modifiquen sus inversiones (por ejemplo, que Apple fabrique el IPhone en EEUU); subir los aranceles para limitar importaciones (por ejemplo, el 30% a las industrias más eficientes de China o Alemania); subvencionar con fondos públicos emprendimientos privados en el país (por ejemplo la ley CHIPS en EE.UU), etcétera. Es decir, el uso del poder del Estado para lograr objetivos económicos y políticos estratégicos frente a otros estados.

Para cualquier persona medianamente informada se trata de acciones que no tienen nada de extraordinario. Son actividades que un gobierno, con una mirada de mediano plazo del bienestar de su población, ha implementado para apuntalar el crecimiento económico de su nación. El industrialismo asiático de los últimos 30 años ha crecido bajo la atenta protección de un Estado intervencionista que regulaba a su beneficio el libre comercio occidental. Igualmente, las invasiones norteamericanas a Irak, Libia o Afganistán nos recuerdan que las grandes potencias imperiales finalmente lo son porque someten a su interés estatal a naciones más débiles. Incluso el modelo híbrido que propugnan las nuevas derechas norteamericanas y europeas, proteccionismo hacia afuera y neoliberalismo redoblado hacia adentro, requiere de un Estado fuerte que lo implemente.

Lo novedoso no son pues las acciones “geoeconómicas”, sino el momento en que estas se intensifican para ser reivindicadas y, con ello, a la vez, se abdica de un orden mundializado para dar paso a zonas de influencia regionalizadas.

Claro, en tiempos en que las grandes potencias mundiales hacían pasar sus coacciones y directrices estatales como “leyes naturales de la economía”, el intervencionismo estatal no desapareció, solo que quedó almibarado por la gran narrativa del “libre comercio” y achicamiento del Estado. Las políticas de privatización (implementadas por los estados), de desregulación laboral (implementadas por los estados), de apertura de fronteras y protección de la inversión extranjera (implementadas por los estados), desde los años 80s del siglo XX, estabilizaron la economía, apuntalaron tasas moderadas de crecimiento, en todo caso, mejores que las de los últimos años del ciclo del capitalismo de Estado (1940-1970).

Como lo muestran las estadísticas del gasto público mundial (Our world data), en todos los años de victoria del “libre mercado”, el poder económico del Estado en las economías más poderosas nunca disminuyó. Pero, no se lo usó para universalizar la riqueza estatalmente monopolizada sino, se la transfirió privilegiadamente a un segmento reducido de la sociedad (los exportadores, la inversión extranjera, el mundo de las finanzas). Y todo ello bajo la apariencia del despliegue de “leyes” económicas “naturales”.

La trama del comercio global fue un tejido mundial en el que los estados eran los nodos que garantizaban los flujos transfronterizos de capital, mercancías y personas. Lo que se presentaba como la “mano invisible del mercado” era en realidad la sumisa mano colaborativa de los estados, especialmente los más pequeños, en los que se hacía reposar los cursos de desposesión de los salarios, los recursos comunes y el consumo. En ese sentido el neoliberalismo fue la narrativa cultural que encubrió esta reorganización de la economía mundial alrededor de los estados financieramente más fuertes.

Pero ahora, todo este edificio se viene abajo. El globalismo engendró descontentos por el incremento de la desigualdad. Desindustrializó a las potencias financieras y reindustrializó a quienes pudieron ofrecer mercancías más baratas a los consumidores globales, acelerando la transición de los hegemones mundiales. Y, con ello, la narrativa dominante del globalismo perdió credibilidad para explicar el nuevo contexto de un “occidente” en declive, unas clases medias enfadadas y unos mercados cada vez más violentados por decisiones políticas proteccionistas.

Ante el actual desvanecimiento de las narrativas legitimadoras y el extravío del curso histórico del capitalismo, la ideología de la geoeconomía es uno, de los varios intentos que aun abran, para llenar ese vacío existencial de creencias cohesionadoras. Su aporte radica en sacar a luz la sistemática e ininterrumpida presencia del Estado en la organización de la economía de los países. Los Estados monopolizan recursos económicos, bajo la forma de impuestos, derechos, bienes públicos y de deuda. Los estados centralizan la emisión del dinero, las tasas de interés, el valor del salario, el valor de las propiedades, incluídas las educativas. Cierran mercados, abren fronteras, crean mercados, direccionan flujos financieros, regalan dinero, expropian dinero castigan a ciertas clases sociales, ayudan a formarse a otras y, por sobre todo, concentran el sentido de pertenencia de las sociedades a una única entidad territorial. Al ser, temporalmente, la exclusiva forma de unificación material y espiritual de la sociedad, los Estados son las privilegiadas fuentes de coacción económica y producción de legitimidad de los gobiernos. Y hoy, los debates sobre geoeconomía lo que hacen es desnudar brutalmente esa su función real.

Si bien aún hay feligreses del libre mercado que señalan al Estado como un “crimen”, los verdaderos señores de la economía global saben que esas frases están hechas para fósiles tontos que añoran el liberalismo decimonónico. El Estado es la mayor fuente de poder concentrado que poseen las sociedades y ningún interesado en el curso acrecentado de sus negocios puede dejar de lado el cálculo de iniciativas que debe obtener para usufructuar de una parte de ese poder y riqueza monopolizadas. Igualmente, la sociedad laboriosa sabe que, los esfuerzos por ampliar derechos y socializar riqueza pasan por una democratización ascendente de ese poder estatal.

Pero lo que ahora está en juego ante este regreso crudo de la temática estatal es saber cuáles serán las maneras adecuadas de su intervención, las formas eficaces del uso de su poder y recursos para apuntalar un nuevo ciclo expansivo de crecimiento económico y reorganizar el comercio mundial.

En todo caso, sea lo que sea que emerja en la siguiente década como nuevo ciclo de acumulación económica y legitimación política mundial, tendrá al Estado como un elemento central de su composición histórica.

 

(*) Esta columna de Opinión de Álvaro García Linera fue publicada originalmente en el diario Página/12.

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