Por Martín Caparrós
Ahora, en plena prosperidad neoperonista, quedan 7.000 kilómetros de vías maltrechas donde los trenes no pueden ir a más de 40 kilómetros por hora y dan trabajo a menos de 20.000 personas. El déficit, mientras tanto, subió a unos tres millones y medio de dólares por día. Es plata que el Estado entrega en subsidios a las empresas concesionarias que, con tanto dinero gratis, ni siquiera se esfuerzan por cobrar los boletos, pero tampoco hacen la menor inversión en mantener y actualizar sus equipos.
La mayoría de los vagones tiene entre 40 y 50 años; las vías se ondulan, las ventanas se rompen, las puertas nunca cierrran. Y el Estado paga y paga pero no exige nada. Total, los que viajamos en tren somos, en general, ciudadanos de segunda. Que sólo se rebelan de tanto en tanto: alguna tarde, cuando un tren tarda demasiado, montan en cólera, gritan; alguna vez tiraron piedras o prendieron un fuego. Pero en general no: que soporten estoicos demoras, cancelaciones, las incomodidades más extremas es otra de las ventajas del modelo.
Hasta que, este miércoles, pasó lo que todos sabíamos: ese tren que no pudo frenar es una metáfora sangrienta, burla siniestra, un grito que nos grita. Somos, en ese choque, los idiotas que soportamos casi todo. La clave, a veces, está en la palabra casi. Otras no parece estar en ningún lado.