Sellando la impronta del más grande peregrino

Por Luis María Serroels
(Especial para ANALISIS DIGITAL)

Su Polonia natal fue apenas la fragua inicial para moldear su personalidad y sellar los valores que desembocarían, tras incursionar en diversas actividades, incluyendo deportes de riesgo y disciplinas artísticas, en el hallazgo de esa luz que lo condujo al sacerdocio.

¿Pensaría ese clérigo, el día que recibió su cargo arzobispal, que tanto él como el hombre que lo ungió en tal prelacía, el Papa Pablo VI, terminarían unidos por el común denominador de ocupar el trono de San Pedro, tras la muerte de Juan Pablo I, de quien adoptaría ambos nombres como un íntimo homenaje?

Juan Pablo II accedió a la cúspide del pontificado cargado de expectativas en octubre de 1978, a los 58 años, con una pesada mochila sobre sus espaldas. Su designación rompía con nada menos que cuatro siglos de pontífices de origen italiano y como polaco transformador de tradiciones y claro observador de la política internacional, no demoró en avizorar los cambios que se avecinaban en el planeta.

Su primeras preocupaciones apuntaron a consolidarse en la justificación de su presencia al frente de más de mil millones de católicos, aunque su rebaño eran todos los habitantes de la tierra, pero principalmente a galvanizar a los propios jerarcas de El Vaticano, donde siempre debieron convivir en delicado equilibrio distintas tendencias en las que resultaba utópico borrar la línea que dividió a los pre y pos conciliares tras las impensadas reformas impulsadas por Juan XXIII y plasmadas tras el Concilio Vaticano II.

Convertido en infatigable peregrino de la paz, no le bastaron sus mensajes dominicales desde la Plaza de San Pedro hacia el mundo, sus encíclicas y múltiples documentos de contenido social y encuadre político pronunciados sin temores ni prejuicios.

Por eso llegó a consumir un incalculable tiempo recorriendo el planeta, porque optó, aceptando el costo de desgastar su salud física, por trasladar su acción a cuanto país pudo. Se entrevistó con 130 jefes de Estado y otros dignatarios, llegándose hasta las Naciones Unidas para hacer oír su voz en defensa de los derechos humanos y de condena hacia las desigualdades sociales, la discriminación en todas sus formas, las ideologías esclavizantes y los sistemas económicos injustos y explotadores.

Consideró la paz como el estado natural del hombre y supo exudar una virtud tan valiosa como la humildad, cuando como una especie de contemporizador a domicilio optó por allegarse a la casa de quienes históricamente rechazaban su Iglesia peregrina en la tierra, para compatir un abrazo más que alentador con estadistas y con líderes de otros credos.

Juan Pablo II, siendo sacerdote, salvó su vida al ser embestido por un tanque de guerra. Años después y ya como pontífice, el 13 de mayo de 1981 sobrevivió a las heridas del atentado salido del arma que empuñaba el turco Alí Agca, sólo porque los Lobos Grises, autores intelectuales de este plan de magnicidio, no tuvieron en cuenta que era el día de la Virgen de Fátima, cuya imagen portaba Karol sobre una medalla. Acostumbrado a derribar barreras y destruír muros para erigir puentes, el conductor de millones y millones de almas no tuvo ningún impedimento para acercarse a la celda de quién intentó asesinarlo, dialogar con él y perdonarlo.

¿Cómo descreer de las intenciones del hombre que además pidió a todos sus pastores en el mundo que hicieran un acto de contrición por los errores cometidos y llegó a hacer lo propio él mismo ante la rémora de la Santa Inquisición y frente a la injusta anatematización que la Iglesia había hecho con Galileo Galilei por sus luego confirmadas teorías sobre el sol y la tierra?

Este Papa fue el mismo que nos evitó una guerra fratricida con Chile a mediados de 1984, actuando como augusto mediador en el conflicto por el Canal de Beagle, que se llegó a nuestro país en 1982 preocupado por tantas muertes inocentes en el Atlántico Sur y que retornó cinco años más tarde en una histórica visita a nuestra Paraná. Este hecho marcó para siempre la memoria de quién esto escribe, por la honda emoción de haberlo tenido delante apenas a tres metros y disfrutar de su presencia por varias horas imborrables.

Recorrer distancias y besar el suelo de cada país anfitrión, fue una práctica que caracterizó su afán reconciliador. No concebía el sometimiento sino que seducía por su carisma, vitalidad y entusiasmo. Convencía por la coherencia y la firmeza de sus convicciones al trasmitir las ideas surgidas de una doctrina social de la que hizo un modo de vida y una herramienta para el entendimiento humano.

Verdadero paradigma del ecumenismo y apóstol de la paz, de algún modo fue desarticulando la Torre de Babel, porque se valió de una decena de idiomas que dominaba admirablemente, para que todos los hombres lo comprendiesen. De allí lo harto difícil de la tarea que le aguardó a su sucesor, quién debió poner toda su inteligencia para continuar la labor de buen sembrador con las semillas y en los surcos que acaban de dejarle abiertos.

Benedicto XVI, tiene sobre sí el honor y la dicha de presidir este acto de beatificación, consagrada tras el más corto recorrido hecho por alguien en el camino hacia la santidad.

Cerrando su mensaje inaugural de la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla de Los Angeles, Méjico, 27 de enero de 1979), Juan Pablo II pidió a Nuestra Señora de Guadalupe que conceda para los participantes: "audacia de profetas y prudencia evangélica de pastores; clarividencia de maestros y seguridad de guías y orientadores; fuerza de ánimo como testigos, y serenidad, paciencia y mansedumbre de padres(...) id, pues, y enseñad a todas las gentes”.

Este domingo 1º de mayo de 2011, alentada por la curación milagrosa de la monja francesa Marie Simon Pierre, quien se encomendó a Juan Pablo II, la Iglesia Católica beatifica al ilustre Pontifice. Se llamaba Karol Wojtyla, había nacido en Wadowice (Cracovia, Polonia) el 18 de mayo de 1920 y partió el 2 de abril de 2005. Tenía 84 años y como Papa peregrino dejó una impronta imborrable, marcando el camino de la fe, el amor y la tolerancia como única salida para la reconciliación humana y la salvación del mundo.

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