Uzín, el desaparecedor de libros

Juan Cruz Varela (*)

Cuentan las crónicas policiales que sus vecinos alertaron por un olor nauseabundo en el departamento del segundo piso de calle Buenos Aires 266 y que los efectivos encontraron al hombre sentado en un sillón de la sala. Dicen que tenía puestos sus típicos anteojos de marco grueso. Al parecer llevaba varios días muerto.

Carlos Antonio León Uzín Saslavsky, diminuto hombrecito, de ojos negros y mirada esquiva, reacio a las entrevistas públicas, ese al que sus alumnos denunciaron por persecuciones ideológicas, humillaciones, discriminación, agresiones verbales y algunos etcéteras, murió a los 77 años, en la más absoluta soledad.

Uzín había nacido en Paraná el 7 de mayo de 1938. Fue secretario académico de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) hasta 1973, por sus relaciones con el poder militar; docente del Liceo Militar General Manuel Belgrano; “decano” de la Facultad de Ciencias de la Educación, entre el 27 de abril de 1976 y el 9 de enero de 1984; y un fiel representante de la ultraderecha católica, estrechamente vinculado a Adolfo Servando Tortolo, vicario general castrense y arzobispo de Paraná.

Bajo su gestión impulsó el proceso de militarización educativa: por resolución administrativa dispuso “suspender por tiempo indeterminado y prohibir el acceso” a la facultad de 41 alumnos; docentes fueron cesanteados y trabajadores administrativos resultaron sancionados argumentando “situaciones de desorden” o “razones de buen gobierno”. En lo académico, ordenó una reestructuración del plan de estudios bajo el argumento de “acondicionar el desarrollo curricular para procurar, con una orientación clara y precisa, una mejor formación de los graduados en ciencias de la educación”. Lo que ocurrió, en cambio, fue que se suprimieron materias y se reorientaron otras. Por ejemplo, el propio Uzín, “en ejercicio de atribuciones de consejo académico”, asumió la conducción de una cátedra para darle una orientación acorde con los principios sostenidos por el “proceso de reorganización nacional”. En realidad, el proceso se había iniciado en 1974 cuando, desde las sombras, Uzín promovió la destitución de la decana Susana Froy de Boeykens, resistida por los estudiantes.

El mito de la quema de libros

Sin embargo, el hecho que trascendió su gestión fue la destrucción de libros de la biblioteca de la facultad. Cuenta la leyenda que Uzín ordenó sacar de circulación y destruir en una hoguera una importante cantidad de libros, documentos y testimonios contrarios a la doctrina del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional.

El 8 de julio de 1976, Uzín firmó Resolución Número 2.068, por la cual se conformó una comisión encabezada por el secretario académico de la facultad e integrada por cuatro docentes, que mediante un “adecuado estudio” debían determinar el destino que debía darse a algunos libros que “por su contenido corresponde a otras carreras de la universidad y por razones de mejor servicio pueden trasladarse a otras facultades, como también material que por diversas razones ha caído en desuso”.

La “comisión asesora” sería encabezada por el secretario académico, Eduardo Alfredo Viscardi Gaffney e integrada por los docentes María Inés Kojanovich de Brugo, Juan Carlos Pablo Ballesteros, Mirta López de Cacik y Ana María Duttweiler, todos alineados ideológicamente con la conducción y beneficiados con cargos en la facultad.

El trabajo de la comisión duró varios meses, hasta que el 3 de noviembre de ese mismo año se emitió la Resolución Número 2.094 –también firmada por Uzín y por María Josefa Gallino, entonces jefa del Departamento Personal y a cargo de la Dirección Administrativa de la facultad– por la que se resolvió dar de baja el material allí detallado por razones “de desgaste, desuso y deterioro en que dichas obras se encuentran, lo que en los hechos las inutiliza” y “porque los libros descartados no constituyen elementos de consulta para las asignaturas que comprenden el plan de estudio de las carreras que se cursan en la facultad”.

En la resolución consta la “baja” de 182 títulos, pero por investigaciones posteriores se ha podido reconstruir “que 697 piezas (que incluyen distintos tipos de impresos: textos, revistas, separatas, informes, etcétera) fueron trasladados/separados/transferidos de la biblioteca de la Facultad de Ciencias de la Educación durante la dictadura”, tal lo consignado por la docente Carolina Kaufmann en el artículo Las “comisiones asesoras” en dictadura, publicado en el libro Dictadura y Educación.

En algunos casos, como los del educador Paulo Freire, desaparecieron 23 ejemplares de una misma obra, pero la lista también incluyó ejemplares de Louis Althusser, John W. Cooke, Salvador Allende, Héctor Cámpora, Juan Domingo Perón, Ariel Dorfman, Rodolfo Puiggrós, Paulo Freire, Darcy Ribeiro, Jean Piaget, Sigmund Freud, Rogelio García Lupo, George Lukacs, Marta Harnecker, Herbert Marcuse, Walter Benjamin y Rodolfo Walsh, entre tantos otros. Es extraño que estuvieran deteriorados, porque muchos de ellos habían sido adquiridos hacía poco tiempo por la facultad. En cambio, tenían un denominador común: trataban sobre cuestiones fuertemente vinculadas con lo social y sus autores estaban tenían militancia en el peronismo argentino o eran marxistas o comunistas.

“Los profesores aconsejaron que fueran enviados a Biblioteca Central (del Rectorado) dado el carácter de la documentación”, decía la resolución. Pero en los registros de esa biblioteca no consta el ingreso de ese material. Los libros desaparecieron.

Denuncia penal

El 7 de junio de 1984 el rector normalizador de la UNER, Eduardo Barbagelata, ordenó la instrucción de un sumario administrativo “para determinar la responsabilidad disciplinaria y patrimonial” respecto de la desaparición de los libros de la biblioteca de la Facultad de Ciencias de la Educación. Ello derivó también en una denuncia penal ante el Juzgado Federal de Paraná, efectuada el 26 de abril de 1985.

Uzín fue acusado de falsedad ideológica, por haber fraguado el acta de la reunión en la que se dispuso “dar de baja el material bibliográfico”; abuso de autoridad, porque carecía de atribuciones para “resolver la baja de bienes de la universidad”; y usurpación de título, por ejercer funciones correspondientes a otro cargo.

También fueron imputadas la bibliotecaria y quien estaba a cargo de la Dirección Administrativa de la facultad, por no haberle advertido a Uzín y no haber denunciado que se trataba una depuración de libros por motivos ideológicos.

Uzín se presentó ante el juez federal Aníbal Ríos acompañado de su abogado Rodolfo Gordillo. Era el 13 de septiembre. En la indagatoria cuestionó a las autoridades de la universidad, dijo que la denuncia penal era “apresurada” y “sin fundamentos”. No obstante, ratificó la separación de los libros de la biblioteca por razones “de desgaste, desuso y deterioro” o “porque pertenecían a otras carreras” y aseguró que “en la mayor parte faltaban cuadernillos enteros, otros estaban desencuadernados, con las hojas sueltas y deterioradas”.

–¿La única pauta de discernimiento que se tuvo en cuenta para la selección de los libros fue el deterioro? –quiso saber el procurador fiscal.
–Sí, posibilidades de uso –se mantuvo Uzín.

Asimismo, manifestó que todo lo actuado, incluso la transferencia del material a otras facultades, estaba “dentro de las normas bibliotecológicas” y que la decisión se tomó ante el reclamo de docentes y alumnos y por la necesidad de espacio.

–¿Cuál fue el destino final de los libros dados de baja por la Resolución Número 2.094? –quiso saber entonces el juez Aníbal Ríos.
–Fueron llevados a un sótano que actuaba como depósito y archivo.

–¿Dónde se encontraba ese sótano?
–Dentro de la facultad, y en comunicación con el Centro de Documentación –respondió escueto, aludiendo a la biblioteca.

–¿Qué destino tuvieron luego esos libros? –insistió el magistrado.
–Ordené el traslado del archivo a otra dependencia y acondicionar el sótano para emplearlo como aula. Desconozco si los libros estaban todavía en ese momento.

Los integrantes de la “comisión asesora” fueron citados como testigos. Ballesteros no recordaba haber formado parte de la comisión; López negó haberla integrado y que recién en 1984 supo que aparecía como integrante; Kojanovich admitió haber integrado la comisión, pero aclaró que no elevó ningún informe respecto del estado de los libros de la biblioteca. Duttweiler fue la única que reconoció haber realizado “actividades consistentes en detectar material que estaba en mal estado o roto” y que esos libros fueron “apartados”, aunque “dentro de la biblioteca”.

El tenor de las declaraciones tampoco echó luz respecto del destino final de los libros. Viscardi Gaffney ensayó como explicación que “los libros permanecieron separados en biblioteca sobre unas mesas y unas cajas” al menos hasta febrero de 1977, cuando renunció como secretario académico; mientras que la bibliotecaria dijo en su indagatoria que los libros que serían transferidos “se pusieron dentro de cajas, y los que fueron dados de baja también se pusieron dentro de cajas y fueron retirados por orden del decano del recinto de la biblioteca al sótano de la facultad”. La directora administrativa dijo haber visto en una ocasión que “cirujas retiraban cosas de la biblioteca”, aunque no dio más precisiones.

Nunca se pudo probar en forma fehaciente que esos libros hayan sido quemados; sin embargo, el mito de la danza alrededor de la hoguera en la que ardían los libros fue creciendo con los años puertas adentro de la facultad.

El 3 de junio de 1986, el expediente fue archivado “atento la pérdida del interés persecutorio, menguada frente a la imposibilidad de seguir investigando y habiéndose operado prescripción respecto de los principales imputados procesados”, según el dictamen del procurador fiscal Juan Carlos Ferrari citado por el juez en su resolución. Uzín había sido sobreseído el 4 de diciembre del año anterior por prescripción de la acción penal.

Ese fue el final de la historia. Nadie fue hallado culpable de la desaparición de los libros de la biblioteca de la facultad.

(*) De la Redacción de Página Judicial

Foto: ANALISIS DIGITAL.

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