El amigo que te trataba de usted

Gustavo Lambruschini

La muerte de Lambruschini.

Por Antonio Tardelli (*)

Fue hace tiempo. No recuerdo si era Rivadavia o Alameda de la Federación. Lo intercepté en la calle. Yo necesitaba una opinión autorizada.

–¿Leyó el libro de Fulano de Tal? Me pareció excelente –le informé.

-No me joda, Tardelli. Fulano de Tal es un quebrado –me contestó.

Así de terminante podía ser el profesor Gustavo Lambruschini. Su inmensa cultura (era un lector voraz y siempre informado) le permitía tener una respuesta ajustada para casi todo lo que no fuera banal. La banalidad le era completamente ajena. Más su juicio adverso sobre alguien contaba siempre con el ingrediente de la honestidad intelectual. Hasta en los enemigos que más detestaba podía encontrar un razonamiento elogiable si el caso lo merecía. También sabía decir no sé: su erudición podía, de hecho, intimidar, pero su actitud no era jamás de superioridad. Solo se volvía fanfarrón, simpáticamente fanfarrón, cuando yo le confesaba mis confusiones en las materias que el dominaba: “Lo que pasa es que usted no ha ido a las clases del Profesor Lambruschini”, se reía recurriendo a la tercera persona.

De hecho, no fui su alumno. Lo lamento de veras, incluso en este momento de penas mayores. Lo conocí por amigos comunes y comencé a entrevistarlo con cierta regularidad. Un día, estimulado por alguna lectura inspiradora, le propuse hacer un ciclo de televisión. La idea era conversar los temas que a mí me interesaban (la política, sobre todo) y que él dominaba. Avergonzado, tímidamente, fui a proponérselo con escasas esperanzas. Su entusiasmo, en cambio, resultó avasallante. Le interesó la propuesta y la hizo, yo diría, divertido. Me fascinaba la fascinación con la que huía de la lógica de la academia para incursionar en la lógica de la televisión, siempre tan ramplona. Le encantó el juguete nuevo y se preocupaba por asuntos que a mí, en verdad, me tenían soberanamente sin cuidado. 

–Escúcheme Tardelli: ¿usted cree que alguien mira este programa? –me preguntaba con genuina intriga.

Yo le decía que no era importante, pero el insistía. “Creo que algún zurdo nos debe mirar”, conjeturaba con candor juvenil. Yo lo provocaba diciendo que por sus críticas despiadadas hacia la Iglesia Católica, o sea por su culpa, jamás ganaríamos el Premio Santa Clara de Asís. Se reía divertido y con sus tics de la academia me reprochaba mi ignorancia: el comunicador no puede desentenderse de su eventual público, remarcaba.

Sus colegas y sus alumnos podrán hablar mejor de sus destrezas docentes. El mundo intelectual sabrá valorar sus aportes valientes, convencidos y transgresores. Prefiero evocar al Profesor más entrañable, el que disfrutaba de una comida abundante, regada de vino y conversación. Allí, el Profesor desplegaba su sapiencia sin arrogancia y su simpatía sin mezquindad. Allí, al fin y al cabo hombre inteligente, podía reírse de sí mismo y de sus incursiones en la política activa (ya no la mera teoría) en la que podía ser perfectamente desplazado por un ignorante que supiera juntar cuatro votos. Pero aun así no subestimaba a nadie. Más: con cierta ingenuidad desnudaba su admiración por ciertas picardías de los profesionales de la política. Pero también, y casi siempre con sorpresa por los niveles de inescrupulosidad vigente, se indignaba frente a las canalladas políticas. Detestaba a los inmorales y a los vigilantes.

Se comienza a extrañar al Profesor. Me divertía enrostrarle su desconocimiento absoluto de un fenómeno tan popular como el fútbol. Le reprochaba yo su falta de sensibilidad popular. A regañadientes prometió (sin cumplir) que un día iría a una tribuna para experimentar la pasión nacional. En su lista de fobias la pelota estaba por encima de todos los opios. “El fútbol es peor que la religión”, protestaba. Apenas si conocía a Messi, ignoraba que la patria podría paralizarse  por un partido de la Selección y frente a la mención de Rivelinho, Bebeto o Neymar podía preguntar en qué vertiente comunista militaban esos sujetos. El fútbol, decía, era para los salvajes. Como determinadas bebidas. Una sobremesa con el Profesor era un deleite y fue un honor que abriera las puertas de su casa para obsequiarme su amistad.

Fue generoso hasta el fin. Sabiendo o intuyendo su final, la última vez que lo vi entregó un par de consejos. Recomendaba con altura y alentaba sin tapujos. Fue una persona respetuosa y tal vez eso, sin quitar todo lo demás que también sabía entregar Lambruschini, sea la amistad. Una relación en la que la complicidad no está exenta de respeto. Nunca nos tuteamos. “Usted cree demasiado en las instituciones”, me reprochaba. “Y usted no entiende la belleza de una gambeta”, creía ganarle yo. Lambruschini era eso: el amigo que te trataba de usted.

(*) Especial para ANALISIS.

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