La tontería de pensar (o temer) que el coronavirus transformará a Fernández en Perón

Alberto Fernández

Alberto Fernández

Por Ernesto Tenembaum (*)

El viernes 27 de marzo, el gobierno se sorprendió ante el aluvión de gente que se aglomeró ante los bancos. Ese día, en pleno aislamiento obligatorio, había anticipado los pagos de jubilaciones y AUH. Decenas de miles de personas concurrieron a los cajeros automáticos. Las imágenes eran tremendas: imposible no ver allí un foco infeccioso que podía afectar a muchísimas personas. El fin de semana pasado, entonces, el presidente Alberto Fernández pidió que abrieran los bancos para descomprimir esa situación. La orden se cumplió antes de ayer y se produjo el desastre que vio todo el país. Una semana antes, decenas de miles de personas se habían agolpado frente a los cajeros en busca de unos pesos. Ahora, muchos más, lo hicieron ante los bancos. Fue el peor día de la cuarentena.

 “Nadie podía prever que llegaran todos esos jubilados”, explicó el Presidente. En realidad, era algo bastante previsible. Ese tipo de aglomeraciones ocurre todos los días de cobro y, en este caso, además, había pánico. El Presidente ayer explicó largamente las dificultades que tienen los jubilados para utilizar la tarjeta de débito u otros medios de pago electrónico.

Justamente: si eso pasa, era otro motivo para anticiparse al problema. Es lógico que el Presidente, en estos tiempos, esté mirando hacia miles de flancos al mismo tiempo: la verdad es que afronta un desafío de dimensiones sobrehumanas.

Pero, ¿y las personas que se dedican al tema específico, nada menos que asegurar la circulación de dinero que le permita comer a la gente? Las escenas que se produjeron el viernes reflejan que hubo funcionarios del gobierno incapaces de prever algo bastante anunciado, de organizar un plan para evitarlo y de percibir lo que sus limitaciones pueden producir sobre la vida y la salud de otras personas. Naturalmente, las responsabilidades son compartidas con las entidades bancarias y el sindicato. Pero, si había problemas con ellos, ¿no correspondía demorar la convocatoria y proteger a los jubilados más humildes?

La sencillez de la solución al problema se reflejó pocas horas después, cuando luego de algunas medidas organizativas menores todo se hizo de manera cuidadosa con la vida de gente. En todo este panorama, las declaraciones presidenciales donde se mezclan acusaciones contra otros -"los bancos que se llenaron de dinero durante cuatro años", “hay gente que está enojada con la cuarentena y no entiende”, “hay cuestiones culturales que cuesta mucho cambiar”- y suavidad con los propios -"nadie podía prever esto", “hubo un acto de confianza”- contrastan con algunas cualidades que Alberto Fernández había exhibido desde el comienzo de la crisis y que habían sido muy valoradas, inclusive por muchos de quienes no lo votaron.

Hace apenas dos semanas, Fernández se destacó por el contraste con otros líderes del mundo -Donald Trump, Jair Bolsonaro, Boris Johnson- porque se apoyó fuertemente en referentes de la comunidad científica y privilegió su punto de vista a favor de la cuarentena antes que el de los empresarios que reclamaban proteger primero la actividad económica. La decisión de imponer la cuarentena de manera más temprana y estricta que muchísimos otros países le permitió a la Argentina, al menos hasta ahora, moderar muchísimo la cantidad de personas internadas en terapia intensiva o fallecidas y ganar tiempo para fortalecer al sistema de salud, ante la eventual aparición de un aluvión de enfermos. Además, el tono sereno y acuerdista de Fernández al anunciar las medidas de encierro compensó, al menos parcialmente, el trauma social que se avecinaba.

Pero esa decisión certera convivió con otras múltiples decisiones menores que no siempre fueron acertadas y que el gobierno, a veces, fue corrigiendo sobre la marcha. Así como nadie previó el desastre del viernes, lo mismo ocurrió con las colas que se hicieron en los supermercados durante los días previos al aislamiento. Al igual que con el problema en los bancos, simples medidas organizativas lo resolvieron cuando ya la gente se había puesto en riesgo. El gobierno organizó mal los accesos a la Capital el primer día hábil posterior a la cuarentena, y eso produjo algún nivel de desabastecimiento y especulación en los días posteriores.

Las aglomeraciones que se repitieron en algunos barrios ante la llegada de las viandas pertenece a la misma saga, como la decisión de aliviar la situación de las pymes a través de créditos bancarios que nunca llegaron, la demora en cerrar el aeropuerto de Ezeiza cuando ya se sabía que por allí entraba la enfermedad o el rezago que lleva la Argentina para aplicar test respecto de los países de la región.

La explosión del viernes, entonces, no fue un hecho aislado, sino la advertencia más fuerte que la realidad le ha hecho al gobierno en estos días terribles: una mala lectura del episodio -no se podía prever, la culpa es de los bancos, son cuestiones culturales- podría derivar en otros errores del mismo estilo, cuyas consecuencias ya no serán fáciles de enfrentar. Cualquier funcionario podría argumentar que el gobierno, además de entrar en cuarentena rápidamente, tiene que solucionar miles de problemas al mismo tiempo. Es así. Pero la repetición de situaciones como la del viernes pondrá a la sociedad en una situación explosiva. Los ánimos no están precisamente serenos.

En los próximos días, el gobierno se propone relajar la cuarentena. A diferencia de lo ocurrido hasta ahora, los límites serán borrosos. ¿Cómo orientará la transición? ¿Con la perspicacia y el rigor que guió su instalación o habrá más errores no forzados como los de los últimos dos viernes? ¿Será capaz de anticipar los problemas o se le vendrán encima? De hecho, cierta ambigüedad en la comunicación ha producido que mucha más gente esté en las calles en estos últimos días.

Los efectos de las primeras decisiones del Presidente provocaron un crecimiento explosivo de su imagen social, que no solo se expresó en casi todas las encuestas de opinión, sino en el apoyo explícito y contundente de algunas personalidades impensables, como la animadora Susana Giménez y hasta, en alguna medida, la ex diputada Elisa Carrió. Esa situación inesperada generó euforia en algunos de los seguidores del Presidente y alarma entre algunos opositores que empezaron a convocar a cacerolazos o a compararlo con Leopoldo Galtieri. Tal vez sean percepciones muy apresuradas.

La crisis del coronavirus recién empieza. Todavía no está resuelto el gravísimo problema sanitario y ya aparecen las consecuencias de una recesión que será demoledora. En ese contexto, Fernández no será ni Perón ni Galtieri: apenas un Presidente que hará lo que pueda para conducir un desafío que no eligió, que afecta a todo el planeta y cuya conducción supera con creces lo que los seres humanos somos capaces de hacer. Tendrá que resolver al mismo tiempo la provisión de respiradores, de barbijos, de dinero, de alimentos, de sábanas, de médicos, de subsidios, de consuelo, de vacunas, de créditos, de reactivos, de pésames, de enfermeras, de camisolines impermeables, de moratorias, entre otras miles de cosas. Y no habrá tiempos ni recursos para tanto.

Tal vez nunca antes un Presidente haya sido sometido a tanta presión en un contexto en el que la sociedad enfrentará mucho dolor no solo por la pérdida de vidas, sino también por la de puestos de trabajos. Es muy poco lo que se sabe de cómo manejar la actual crisis sanitaria en el mundo, y mucho menos sobre cómo evitar el desastre económico. De una situación así no surge un líder todopoderoso. Al final, habrá una persona agotada en una sociedad perpleja, dolida y triste, cuyo mérito, en el mejor de los casos, habrá sido el de haber amortiguado las pérdidas inevitables.

Mientras tanto, empieza a imponerse una pregunta angustiosa: ¿por qué en los últimos días hubo tanta más gente en la calle? ¿Qué parte de todo esto es lo que no entienden?

(*) Publicado en Infobae

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