Somos un estado de ánimo

Por Antonio Tardelli (*)

El arte le dedica capítulos y capítulos al azar.

En una de sus composiciones, el gran Joan Manuel Serrat aconseja no esperar golpes de suerte. Quien lo haga, reflexiona sabiamente, quedará siempre a su merced. En Match Point, Woody Allen llega al extremo de convertir a la suerte en el elemento determinante de una historia. El imponderable define una competencia deportiva y la resolución de un crimen.

De manera muy meritoria, la Selección Argentina de fútbol acaba de consagrarse como campeona de América dejando atrás una sequía de 28 años. Fue una conquista seguramente merecida. El equipo nacional fue efectivo e inteligente. Sin embargo, su desempeñó también dejó unos cuantos elementos para discutir.

El problema es que, desde el sábado por la noche, el resultado ha borrado todo. Archivó el espíritu crítico. Acalló las críticas y dejó mudos a los críticos. Se acabaron las discusiones.

¿Esperable? Acaso. ¿Inteligente? Definitivamente no.

Salió bien. Todo resultó bien. Pero pudo, perfectamente, salir mal. Importa, por eso mismo, examinar el camino más que el final. Opinar conforme el resultado nos podría liberar, incluso, del expediente (placer o sufrimiento) de mirar el partido. Alcanzaría con conocer el score para entregar una impresión.

El azar, que en la reciente Copa América se inclinó para el lado de nuestras simpatías, es inmanejable. Se convirtió en nuestro aliado. Una gran noticia.

Entendido como todo lo que no se puede explicar desde el esfuerzo o los méritos, el azar es caprichoso. Borra todo lo previo. Suprime los antecedentes. Desdibuja el recorrido.

Argentino ganó, es campeón y todo es alegría. El país, en fin, es un humor. Somos un estado de ánimo.

El resultado, que nada debería borrar, consigue borrarlo todo. En bilardistas, en cultores del pragmatismo, nos hemos convertido (en el fútbol ¿y en algunos otros rubros?). No porque la Selección haya jugado mal. Por momentos jugó bien. Pero mucho menos de lo que pudo haber jugado. El problema es que decidió no jugar. Decidió no jugar y esa decisión fue muy redituable.

¿Esa actitud debe ser ignorada porque el resultado fue positivo?

Argentina pudo haber perdido: de hecho la final fue un encuentro parejo. Argentina convirtió y Brasil no en un partido de escasas llegadas. Argentina, incluso, pudo haberse quedado afuera de la final: allí fue depositada por los penales tras el empate ante Colombia. Y desde los doce pasos influyen tanto la pericia como la suerte.

Además de esforzada e inteligente, la Argentina fue amarreta. Fue un equipo que, convirtiendo un tanto en los primeros minutos de cada partido, bajaba el telón y pretendía –o poco menos– que el encuentro acabara de inmediato.

Especuló con eso. Es legítimo. También es verdad que, con esa actitud, renunció al disfrute de un juego vistoso, lindo, atrapante, para el que estaba perfectamente capacitada. Ningún equipo acorraló a la Argentina. Ninguno lo metió debajo de su arco. Argentina se replegó siempre por propia determinación.

La Argentina fue mezquina. Hoy, sin embargo, celebramos su victoria. Y nos olvidamos de lo que pudo salir mal por propia decisión.

Estamos felices. Seguramente más contentos que si hubiésemos desplegado un juego bello pero no tan efectivo.

En el plano de los resultados, irreprochable. Salió redondo.

En el plano de los métodos, y de las propuestas, y lo de estético, es para conversarlo un poco más.

Los triunfos borran el pasado. Nada cambian. Y sin embargo, lo modifican todo. El elogio unánime hubiera dejado paso a críticas impiadosas si el remate colombiano se introducía en la meta argentina en lugar de irse afuera después de estrellarse en el poste. Ahí reluciría la mezquindad. Recordaríamos los caminos alternativos que hubieran podido ser. Es lo que enseña Woody Allen en Match Point.

El triunfo todo lo borra. Borra incluso el hecho de que el entrenador carece de antecedentes para dirigir a la Selección Argentina y que accedió a ese sitial con un procedimiento que cualquier barra de adolescentes impugnaría por desleal. Le faltaban códigos y antecedentes. El resultado, sin embargo, lo convierte ahora en  héroe nacional.

Todos esos deslices se borran con una victoria, capaz de reescribir el pasado y de embellecer recorridos.

Acá estamos, festejando un efecto, un resultado, un desenlace. Celebrando una ficha que –al margen de los innegables méritos– cayó en el pleno.

Festejamos un azar. No un método.

Un azar y no una razón. Un azar y no una causa. Un azar y no una determinación.

Somos un humor. Somos un estado de ánimo.

 

(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS

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