El riesgo de las democracias fingidas

Ilustración de Mariano Vior.

Ilustración de Mariano Vior.

Por Rodolfo Terragno (*)

 

Las necesidades y los anhelos de los gobernados no tienen fin. Los recursos de los gobernantes tienen límites. En las democracias, donde la gente elige a quienes los gobiernan, esa dicotomía puede llevar a la decepción, al descreimiento y al rencor colectivo.

La mayoría cae en una obsesión compulsiva y termina buscando líderes capaces de hacerla poderosa. Sus odios se extienden y hacen renegar de la democracia plena: el sistema que ha hecho verdaderamente poderosas a las potencias de Occidente.

Las redes sociales potencian y multiplican esos sentimientos. Lo hacen extremando las críticas y aun difundiendo falsas noticias (las Fake news).

Los oficialismos han perdido las últimas elecciones en Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y España. A veces, ni los buenos índices económicos disipan la desilusión. España tiene una inflación de 1,8% anual, un PIB per cápita de 52.779 dólares (más que Japón) y en 2023 creció 2,7% (más que Alemania, el Reino Unido, Francia o Italia). En la visión de muchos españoles, sin embargo esas cifras macroeconómicas enmascaran la inequidad en el reparto de la riqueza.

El descontento puede tener su origen en hechos de los cuales los gobernantes están lejos de ser responsables. El Covid -una enfermedad desconocida por la ciencia y masivamente letal- obligó a los gobiernos a improvisar medidas contra el contagio, crear servicios y gastar lo que no tenían. La prioridad era prevenir muertes y eso llevó a establecer confinamientos. Entre las críticas post-pandemia, en todas partes se ha dicho que las cuarentenas eran maniobras autoritarias y mutilaban derechos humanos.

Lluvias torrenciales, desborde de ríos y vientos huracanados acaban de provocar, en la región valenciana de España, inundaciones que convirtieron casas en escombros, revolearon y apilaron autos, dejaron familias absolutamente sin nada y más de dos centenares de cadáveres.

Pese a la fuerte polarización que existe en España —a punto de que la oposición pide la renuncia de Pedro Sánchez— el gobierno nacional (socialista) y el regional (conservador) se unieron desde el primer momento para afrontar la catástrofe, que afectó a 79 municipios. En la región actúan 17.000 militares, guardias civiles y policías nacionales, con camiones, excavadoras y maquinaria pesada, y el gobierno nacional ha destinado 10.600 millones de euros a ayudas sociales.

Sin embargo, una damnificada dijo a la BBC -expresando un sentimiento generalizado entre muchas víctimas- que los gobiernos “no están haciendo nada”. Y la semana pasada, en uno de los pueblos siniestrados, al grito de “¡Asesinos!” arrojaron barro al rey y la reina, así como a los presidentes nacional y regional, que habían ido a expresar solidaridad con las víctimas.

El descreimiento en los gobernantes democráticos, algunas veces oculta una porción de responsabilidad colectiva. Hace unos años el dibujante catalán Perich le hizo decir a un personaje: “Los políticos no lo haremos muy bien… pero los que nos votan tampoco son una maravilla”.

A menudo, el voto de hastío se vuelve un castigo a los gobiernos previos y unge a un representante de la anti-política. Ocurrió esta semana (otra vez) con Donald Trump. Los Estados Unidos, que se consideraban invulnerables, han soportado este siglo varios desafíos a su seguridad y a su economía:

* En 2001 padecieron el dramático ataque terrorista que borró del mapa las majestuosas Torres Gemelas de Nueva York.

* Continuos flujos de inmigrantes ilegales, provenientes de América latina, ya suman diez millones y medio de habitantes indocumentados.

* El mercado ha sido invadido por productos chinos y europeos.

Trump apareció como un nacionalista decidido a proteger al país (“America first”), evitando protagonizar conflictos internacionales, levantando muros para detener el alud de inmigrantes ilegales, y poniendo aranceles para frenar las importaciones y proteger a las industrias norteamericanas.

A sus votantes no les importó (ni antes ni ahora) que tuviera deudas con la justicia, que trasmitiera odios, que incurriera en exabruptos, que reiterara acusaciones inciertas o que cayera en contradicciones. Al contrario, todo eso es, para sus partidarios, motivo de admiración: ven a un Trump patriota, convencido, auténtico, sincero, honesto, decidido, valiente: la contracara de los políticos tradicionales, a quienes atribuyen hipocresía, egoísmo, tibieza intereses espurios.

La imagen de Trump es la de un hombre convencido y arrollador. Y en política se hace cierto que “una imagen vale más que mil palabras”. En el debate con el actual presidente —si se lee una transcripción de lo que dijo cada uno— se torna evidente que ganó Joe Biden. Pero se lo dio unánimemente perdedor por su apariencia somnolienta y falta total de energía, frente a un Trump que lucía alerta e impetuoso.

Durante el primer mandato de Trump, el Congreso puso límites a muchas de sus intenciones y finalmente le hizo perder el poder. Sin ese límite, podrá ahora presidir una autocracia electa y —pese a no quererlo—demostrar que la sustitución de la democracia representativa hace más mal que bien.

Las ideas y decisiones de una sola persona, rodeada de acólitos, carecen de las virtudes del pluralismo; porque las sociedades son un enjambre de intereses y es la conciliación de intereses la rueda que las mueve.

Los dictadores netos legislan, discriminan, ignoran el disenso, reprimen y se perpetúan. Hay fuerzas políticas que -dejando de lado la represión y la perpetuidad- postulan gobiernos que emulen facultades dictatoriales.

Si los gobernantes electos legislan, inducen divisiones sociales y evitan los consensos, hay sólo una ficción democrática.

Casi la mitad de los norteamericanos teme estar en las vísperas de una democracia fingida.

 

(*) Rodolfo Terragno es político, diplomático y periodista. Esta columna de Opinión fue publicada originalmente en el diario Clarín.

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