Daniel Tirso Fiorotto
(especial para ANALISIS)
Tabaré Vásquez sabe que no hay pueblo en el planeta que ame a los orientales como los ama Gualeguaychú. Sabe que Gualeguaychú propuso a Paysandú como sede del Parlamento del Mercosur, un gesto sin par. Y que sólo una hermandad cultivada durante siglos podía salir airosa en esta encrucijada. Por eso, porque conoce lo mucho que ha prendido y sigue subyacente en Entre Ríos la siembra de José Artigas, no hay modo de que el presidente charrúa piense, siquiera, en no sentarse a la mesa con los inchalá de esta banda para mitigar la contaminación.
El pueblo de Gualeguaychú acaba de pedir audiencia al presidente uruguayo, Tabaré Vásquez. La disputa por las celulosas y su posible contaminación del aire y el agua y la vida, en fin, puso en vilo la amistad histórica de los orilleros del Uruguay. Orientales y panzaverdes parecen velar las lanzas y cualquiera puede imaginar a los “vecinos hechos contrarios” que cantó Zitarrosa.
El día esperado no correría sangre, claro, sino un río de frustraciones y despechos. La intentona de golpe contra el Consulado, descartada por el propio pueblo lúcido ante el disparate, muestra el grado de tensión. Sin embargo, mil razones anuncian que los gritos a degüello de hoy trocarán en canciones, y que los 1.800 millones de dólares prometidos por Europa (friolera si las hay) para sacarle papel a nuestras maderas, lejos de enfrentarnos no harán más que ligarnos…
¿Es ésta sólo una expresión de deseo? Veamos.
Unidos a fondo
El río Uruguay y sus montes ribereños de ceibo y ubajay, desde Chajarí hasta Palmira; y sus frutos en sábalo y patí, en boga y manguruyú; sus islas compartidas, sus arenales, todo ese mundo elegido con exclusividad por los federales amarillos (monumentos naturales aquí) que son los mismos en los pastizales de Landa y en los de Mercedes, no sabe de fronteras. Como no distinguían límites nuestros mayores a la hora de conchabarse en una esquila, en una zafra, o al llamado de las montoneras; y menos iban a hablar de divisiones después del Grito de Asensio que encolumnó a los orientales por las orillas del Uruguay hasta asentarse en el Ayuí, de este lado, que entonces como hoy no era “este” lado porque es y seguirá siendo el mismo lado permanente. “El río crece y decrece pero nunca se termina: aquello que más camina es lo que más permanece”, según la pluma de Marcelino Román.
Unos poquitos millones de años antes del Éxodo, los dos territorios dieron hábitat a los anquilosaurios (cuadrúpedos, herbívoros y acorazados), a los titanosaurios (también herbívoros de cuatro patas), a terribles bípedos carnívoros, y a los gigantescos argyrosaurus superbus. Eso de respetar la línea de fondo y el lateral y el orsay que tanto nos desvelan hoy no estaba en los planes de estos ursos… En ambas márgenes hallamos fósiles de sus huevos porque los dos países guardan arenas del cretácico de modo que podemos dar fe de vertebrados descomunales de hace más de 70 millones de años caminando aquí, sin más límites que su cansancio.
Corrían aquellos tiempos y el planeta vomitaba piedras en estas soledades. La lava se endureció y recibió sedimentos luego pero ahí está, bajo nuestros pies, como una viga que garantiza unidad monolítica. Serra Geral le llamamos nosotros, formación Arapey los uruguayos: fue lava, es basalto. Y abajo, el acuífero que más nos une, bautizado con tanto acierto: Guaraní. Por si un día se enfriaran las relaciones…
En el fondo, está claro, somos lo mismo.
El río Uruguay está apagando 3 millones de velitas, dice el geólogo Martín Iriondo, pero aclara que no siempre viajó por el mismo canal: el enorme acuífero Salto Chico, que perforamos en la zona de San Salvador para regar con abundancia nuestras arroceras, no sería otra cosa que un viejo cauce sepultado. De modo que de entrada nomás bien podríamos decir que, aprovechando tanto colchón de arena, a los hermanos orientales les corrimos “la medianera” una noche.
El río Uruguay moderno, decorado de mburucuyás, es el epicentro del Tabaré que inmortaliza a nuestra misma nación charrúa, tan oriental como orientales (del Paraná) somos los entrerrianos. “Serpiente azul, de escamas luminosas, / que, sin dejar sus ignoradas cuevas / se enrosca entre las islas y se arrastra / sobre el regazo virgen de la América”, describe Zorrilla de San Martín.
Tabaré Vásquez sabe que los entrerrianos estuvimos ausentes en la repatriación reciente de los restos de Vaimaca Perú, aquel que fuera exhibido en la culta Francia como un animal, pero también sabe que nos reprochamos esa ausencia y que le debemos el homenaje.
Ese Uruguay del viento “que cimbra blandamente las palmeras” es el mismo que inspiró, ya en estos años recientes, a nuestros trovadores como Aníbal Sampayo, oriental de nacimiento y pilar, a la vez, junto a Linares Cardozo, del cancionero entrerriano como bien lo dice El Zurdo Martínez. “El Uruguay no es un río / es un cielo azul que viaja”, poetizó Sampayo y eso cantaron 30, 40.000 almas, mayoría panzaverdes, el pasado 1º de mayo sobre el Puente San Martín, clamando por un medioambiente sano.
Es cierto, no son las mariposas y el agua cristalina los únicos motivos de la marcha, pero ¿deberemos reprocharles que quieran explotar el turismo con agua limpia y cielo diáfano, y que pidan más garantías para no llorar luego sobre la leche derramada?
Un sanducero, pues, puntal de lo nuestro, y el otro: Linares, paceño de cuna, pero hijo y nieto de… ¡orientales también! Y blancos para más datos. (Como nieto de oriental es nuestro historiador Fermín Chávez).
Dicho sea: la obra cumbre del hijo de La Paz, Canción de cuna costera, nació de su admiración ante una madre que amamantaba a un gurisito junto al Paraná. Dominga Ayala de Almada, una madre que llegó a estos pagos remo y remo, desde su Río de los pájaros.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)