Correccional de mujeres

Edición: 
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Testimonios de la vida en la Unidad Penal Número 6 de Paraná

Noralí Moreyra

La Unidad Penal Número 6 de Paraná es la única cárcel para mujeres en Entre Ríos. Está ubicada frente a la Unidad Penal Número 1, de hombres. Así, dos manzanas de la ciudad concentran los sitios de reclusión en donde la privación de la libertad es la herramienta punitiva por excelencia usada para “reconstituir” y “reinsertar” a quienes cometen delitos. Por fuera, el movimiento y la circulación de la calle. Por dentro, un submundo habitado por alcaides solidarios, inhumanos o indiferentes. Celadoras amistosas o frustradas, reclusas culpables e inocentes, heroínas y víctimas. Dos mujeres presas, en diálogo con ANALISIS, dan cuenta de la vida cotidiana intramuros. Una tercera, ya en libertad, aporta un certero panorama del día después. Tres relatos carcelarios que describen los alcances de un sistema en el que la violencia física y simbólica es tan natural como implacable.

En la Unidad Penal de Mujeres de Paraná están recluidas actualmente 23 internas, cuya edad promedio es de 25 años. Catorce internas están penadas y nueve procesadas, a la espera de un juicio. La mayoría de los delitos por los que permanecen privadas de la libertad está relacionada con la violación a la Ley 23.737, que incluye el tráfico de drogas. Así, seis de las 23 internas son federales y 17 provinciales.

Cuando uno ingresa a la Unidad Penal Número 6, la primera impresión es la de penetrar en una casa antigua, aunque la estricta revisión despeja cualquier duda de que así sea. Los pabellones están pintados de rosa claro y las paredes tienen guardas floreadas. Junto a cada cama hay una mesa de luz con su correspondiente equipo musical. Los espacios de la sala, el comedor y el salón de visitas son amplios y luminosos, sin rastros de hacinamiento ni suciedad. El predio cuenta con un pabellón “modelo”, donde pasan sus días quienes gozan de buena conducta. Las celdas de aislamiento tienen cama y baño. En esos cubículos, las castigadas permanecen encerradas por el tiempo que indique la sanción. La infraestructura edilicia se asemeja a la de un geriátrico o un internado. Estas características marcan una diferencia abismal con la vecina Unidad Penal masculina, donde el hacinamiento y el deterioro arquitectónico están a la orden del día.

Rodeando el patio central hay una tupida arboleda, donde algunas internas se sientan al sol. Las reclusas no tienen contacto visual con el exterior, ya que todo está cercado por altos muros húmedos.

En la cárcel de mujeres viven hoy dos niños, hijos de dos internas. El pabellón de las mamás está separado del resto y cuenta con mayores comodidades. Los niños están con sus madres hasta la edad de cuatro años, momento en que son puestos a disposición de familiares o del Consejo Provincial del Menor. Las mamás los acompañan a la guardería municipal a la que asisten de mañana y los retiran en el horario de salida. Durante el resto del día los pequeños viven en cautiverio junto a sus madres y rodeados de otras mujeres adultas. Algunos están institucionalizados desde el nacimiento y, según relatan sus progenitoras, cuando salen al exterior se sienten desamparados, asustados y confundidos.

“Trabajamos en una unidad de mínima seguridad, es como una casa grande que favorece la existencia de talleres”, señala la alcaide de la Unidad Penal Número 6, Claudia Angerano, en referencia a los cursos de pastas, manualidades, porcelana fría, costura y pintura sobre tela que se dictan en el penal. A eso se suma el funcionamiento de una escuela primaria y secundaria a la que asisten las internas con buena conducta. No obstante, las semejanzas con una casa se hacen trizas ante el mínimo análisis: el tiempo de la cárcel es de espera, condena y castigo.

Plasmadas en las paredes rosadas se amontonan cientos de escrituras de las mujeres que pasaron por allí. Desde la celda de aislamiento se escuchan los gritos de una interna que insulta a viva voz. Las ventanas y puertas tienen carteles que indican los horarios para tomar sol y los de fajina. También, la vestimenta que se deberá utilizar. Los límites físicos de la cárcel son los muros y las rejas. Los límites simbólicos son mucho más sutiles: espacios por donde se puede circular, actitudes prohibidas y permitidas. A las 6 de la mañana comienza el día de las reclusas. De 14 a 16 deben encerrarse en sus pabellones y se interrumpe la electricidad. Después, otra vez pueden salir hasta las 22, hora en que deben acostarse a dormir.

Las comunicaciones telefónicas que realizan las reclusas se graban y se controla desde la alimentación diaria hasta la higiene corporal. Todo esto forma parte del denominado “tratamiento penitenciario” que, según indica una de las oficiales de seguridad del predio, permite “que se reinserten en la sociedad con otra forma de ver la vida. Hay chicas que no conocen un baño o para qué sirve el inodoro. Entonces, acá se las obliga a ducharse y se les entrega elementos de higiene”.

A la cárcel no sólo se va a cumplir una pena: la privación de la libertad. El castigo se produce de forma continua e ininterrumpida mediante las “Sanciones”, a las que la oficial a cargo se refirió con una naturalidad espeluznante: “Se las castiga por escuchar música alta, contestar al personal penitenciario o por pelear. Se inicia una investigación y luego se las aísla”. La oficial ejemplificó la sanción: “Una vez, dos madres se pelearon y una fue trasladada. La otra estuvo aislada dos meses con su hijo en la celda. Sólo salía al patio dos horas, cuando las demás presas dormían la siesta. De paso, su nenito tomaba sol. No se les quita nada. El único castigo es que no pueden circular”, concluyó. La pregunta pendiente fue si en su opinión el encierro denigraba o rehabilitaba a las internas: “A eso no te lo puedo responder”, se apuró a rematar. Si no puede ella: ¿quién lo hará?

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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