Crónicas de la guerra III: las fronteras del dolor

Por Gabriel Michi

De un lado, colas infinitas para cruzar. Del otro, campamentos improvisados para brindar ayuda. En el medio, caminatas muy largas desde una frontera a la otra, donde los refugiados que huyen de Ucrania por los bombardeos rusos cargan los pocos bolsos que pudieron rescatar y un sentimiento de desgarro y desazón, mezclado con una mínima luz de esperanza que se abre en el más allá. La mayoría son mujeres, solas o con niños. Y algunos son jóvenes adolescentes, menores de 18 años. O adultos mayores de más de 60. También hay muchos  ciudadanos del mundo que estaban residiendo en Ucrania como inmigrantes. Los hombres ucranianos -de entre 18 y 60 años- sólo se acercan a la frontera para abrazar a los suyos, con un amargo sabor a "última vez". A despedida. En ese lugar donde se quiebran las familias. Donde se rompen las historias. Ellos deben quedarse a defender esa tierra de la que hoy huyen sus afectos.

Del lado de Polonia, a esas familias a veces las espera algún amigo o conocido. O simplemente se entregan a la ayuda humanitaria del Estado polaco o de alguna de las Organizaciones No Gubernamentales que los esperan con los brazos abiertos y con sus corazones a flor de piel. Les dan algo caliente, un abrigo o un juguete para los niños. Y, sobre todo, contención. Quizás lo que más necesitan.

Personas que atraviesan ese calvario en sillas de rueda. Otras que lo hacen con el paso cansino, ya sea por edad o por su maratónico peregrinaje hasta allí. Todas cargadas de bolsos. Solas o en grupo. Con niños de la mano. Y hasta alguna jaula con un perro o un gato que lograron rescatar antes de huir. Con sus miradas perdidas. Entre llantos. Y con un frío que hiela los huesos. Con barreras idiomáticas, sociales y culturales. Y con la incertidumbre como otro común denominador. 

Uno no puede permanecer indiferente ante esas fronteras del dolor. Escuchando más de uno de sus relatos, de sus historias de vida, se hace un nudo en la garganta. Cada historia era distinta, particular, pero el sentir siempre muy similar. Y la postal general, una pintura en movimiento del destierro. Las ollas calientes en una carpa militar de campaña también volvían patente que estábamos frente a una guerra. Y que esos refugiados eran las víctimas más evidentes de lo que estaba ocurriendo del otro lado de los cruces fronterizos. Una fogata improvisada intentaba paliar el gélido clima. Pero no alcanzaba. El drama es tal que ya nadie se acuerda del mal que fue inexorable en los últimos dos años: el COVID 19. La guerra, como es lógico, hizo pasar a un segundo plano a la Pandemia. Y, como es obvio, cuando cruzan la frontera, nadie les pide ni test ni certificados de vacunación. Hay un consenso generalizado de que sería inhumano negarles el ingreso a los refugiados por no contar con esos requisitos. 

Como enviados especiales del canal de noticias argentino C5N para cubrir la guerra, con el camarógrafo Leo Da Re intentamos reflejar el drama humanitario, sólo comparable en esa región de Europa con lo vivido en la Segunda Guerra Mundial. Ni las palabras, ni siquiera la elocuencia de las imágenes, alcanzan para describir lo que allí se vive. En todos y cada uno de los pasos fronterizos. Tanto en el que une Dorohusk (Polonia) y Starovoitove (Ucrania), como el que vincula Hrebenne (Polonia) y Rava-Ruska (Ucrania), los dos que conocimos en nuestra cobertura, la realidad es la misma. De un lado los campamentos de refugiados. Del otro, kilómetros y kilómetros de autos, micros y camiones, o personas sólo circulando a pie, intentando escapar y cruzar la línea divisoria. Eso se traducía en horas de colas y, en los peores momentos, la demora podía superar todo un día, o dos, o tres. Después de un viaje agotador, cargado de angustias y abandonos, que también puede durar varios días hasta llegar a esa delgada línea militarizada que, para muchos, representa la diferencia entre la vida y la muerte. Nada más y nada menos. Son las fronteras del dolor.

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