La patria, sus símbolos y una pelota

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Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

No cometeremos la torpeza -simplemente porque no pensamos así- de restarle trascendencia a un campeonato mundial de fútbol, hecho superlativo para el deporte más popular, que cada cuatro años tiene la virtud de unificar el sentimiento de miles de millones de personas, seducir incluso a las mujeres que habitualmente reniegan de este deporte y llamar la atención hasta de los miembros de la jerarquía católica de El Vaticano, o los líderes de los países más poderosos, llevándolos a instalarse frente a una pantalla gigante.

Por el contrario, lejos de relativizar una muestra de ecumenismo de tanta dimensión -la FIFA congrega decenas de países más que las propias Naciones Unidas-, nos mueve el análisis de elementos que actúan en asuntos domésticos y que merecen abordaje, más allá de que a algunos pueda disgustarles.

Se sabe que la importancia que los pueblos le conceden al deporte como instrumento de formación física y cultural, integración social y vía de entendimiento y confraternidad, es altamente saludable, aunque la alta competencia lleve muchas veces a desvirtuar tan altos fines.

Muchas cosas que el común de la gente no suele exteriorizar en determinadas situaciones relacionadas con los grandes fastos de la vida nacional, donde el apego por las efemérides sustanciales parece ir debilitándose progresivamente, afloran sin la menor inhibición ni timidez durante estas gestas deportivas.

Cada incursión de nuestros futbolistas en el exterior se caracteriza por despertar un natural y legítimo sentimiento aglutinador, cuya espontaneidad va adquiriendo mayor significación a medida que los intereses de nuestra circunstancial representación van en alza. Todos nos entrelazamos por un ideal común contagioso, que hasta se retroalimenta con el carácter multitudinario de cada festejo.

La cuestión radica en que no se percibe que estas mismas sensaciones de pertenencia hacia algo muy del país como lo son sus ocasionales representantes en una pulseada mundial, hallen canales de manifestación, con igual fervor, alegría y gratitud, cuando se trata de homenajear a la Patria y a sus Prohombres.

Suponer que exhibir abiertamente nuestro amor por los símbolos patrios constituye una conducta anacrónica y una costumbre obsoleta, no es otra cosa que renegar de la historia que otros argentinos nos legaron y cuya entrega difería abismalmente de las condiciones en que un jugador se prepara para acometer el máximo torneo internacional, de las condiciones en que se adiestra y de la logística de altísimo nivel que se le provee para alcanzar la mayor excelencia en su rendimiento individual y asociado.

A esta altura bien vale advertir que, muy lejos de deslegitimar las variadas y respetuosas formas de celebración que siembran plazas y calles del país (de las que hemos participado con entusiasmo), incluso las que suelen llevar apresurados sellos triunfalistas no fáciles de regular, sólo pretendemos ayudar a que entre todos comprendamos que si bien estas adhesiones populares tienen irreprochables objetivos muy claros y convocantes, nada obstaría a que nos pronunciemos con el mismo sentido de lo nuestro e igual energía, al momento de agradecer todo lo hecho por quienes desde dos siglos atrás y hasta hoy jugaron otros partidos.

Enfrentamientos -por ejemplo- donde nadie les arrojaba papelitos y cintas al salir al campo de batalla, carecían de una barra bullanguera que los estimulara, no gozaban de cómodos viáticos, ni altos contratos y premios, sus medios de traslado y alojamiento no eran de categoría cinco estrellas, su indumentaria no era de marcas internacionales y el fragor de la lucha no se pagaba con esguinces, torceduras, desgarros y rotura de ligamentos cruzados, sino con la propia vida, mutilaciones físicas y traumas psíquicos, amén de las secuelas de hambre, frío y hasta desamparo e ingratitud (sabrá el lector interpretar la licencia de que nos valemos, aun salvando distancias y exageraciones).

Pero también quienes no supieron lo que era la contienda atroz en los campos de batalla y que lucharon con la palabra en pos de sus ideas y proyectos de país, conocieron de injusticias y rechazos desde la maldita costumbre de ciertos supérstites, de erigir héroes de barro y condenar próceres al anonimato.

¿Qué razones provocan que muchas personas de todas las edades que sacuden su modorra para ganar ciudades y pueblos festejando logros deportivos, a grito y bocinazo limpio, no sean muy proclives en las fiestas patrias, ni siquiera a colocarse una escarapela? ¿A desplegar en sus balcones la misma enseña nacional que ahora se ve cuando este tiempo futbolero nos traslada desde Alemania una pasión deportiva tan contagiante? ¿O a concentrarse cada fecha festiva de las que marca el verdadero calendario (ese que se lleva en la conciencia agradecida) en las mismas plazas de la República que cada incursión de los hombres de Néstor Pekerman viene inundando de ciudadanos?

(más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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Opinión

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(Foto ilustrativa: Cedoc)

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Un espacio de salud mental pensado para adolescentes y jóvenes.

El beneficio es en el marco de plan federal FortalecER Teatro.

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