Quién supera un test de peronismo

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A propósito de esencias y deformaciones

Antonio Tardelli

John William Cooke, tan peronista como su contemporáneo Raúl Apold, estableció que el peronismo era “el hecho maldito del país burgués”. Es una definición sabrosa para los justicialistas que se reconocen de izquierda (hay humoristas, sin embargo, que sostienen que el peronismo de izquierda es como el helado caliente: no existe). Para quienes soñaron (o sueñan) con fusionar peronismo e izquierda la definición de Cooke viene como anillo al dedo. En referencia al peronismo de los noventa, al peronismo de Menem, algún texto de José Pablo Feinmann jugó con la idea de que el movimiento había dejado de ser “el hecho maldito” para transformarse en “helecho marchito”. Es incontestable, porque, está dicho, el peronismo es todo y por tanto también fue eso. A propósito de la definición de Cooke, el filósofo León Rozitchner opinó: “Los peronistas comenzaron creyendo que eran el hecho maldito del país burgués y terminaron siendo sólo el hecho maldito del país, a secas”. Con muchas menos pretensiones, sin ademanes literarios ni preocupaciones académicas, el sindicalista metalúrgico Lorenzo Miguel entregó su propia formulación: Expresó: “El peronismo es comer tallarines los domingos con la vieja”. Fin de la cita.

Pero es tan poderoso el peronismo que sus fieles celebran y usufructúan el carácter extendido del movimiento y simultáneamente entablan una disputa, a veces bulliciosa, a veces sorda, en torno de una supuesta naturaleza única. El peronismo es una carta ganadora y poseerla es la antesala del poder. Apropiarse de su esencia, ser su legítimo guardián, es decididamente conveniente a los efectos de la acumulación. No en vano durante los ochenta, tras el primer traspié del peronismo en comicios presidenciales, el reordenamiento justicialista operó conforme una variable que atendía qué tan lejos o qué tan cerca se estaba de la “ortodoxia”. Antes, durante los setenta, y con un dictamen poco menos que definitivo del propio Perón, lo que estaba en juego, también, era el apego o el desapego a la tradición. Las corrientes antagónicas del peronismo discutían prácticas que aspiraban a una legitimación conforme su arreglo a una pretendida esencia. Lo curioso es que ese canon, verdad inconmovible, era asumido como propio desde lugares evidentemente contrapuestos, muy distantes entre sí. En el firmamento peronista ateos y creyentes se disputan el mismo Dios.

(Más información en la edición gráfica de ANÁLISIS de esta semana)

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