Este martes se cumplen 100 años del nacimiento de la poeta Olga Orozco

Olga Orozco

Se le realizará un homenaje en la Casa Museo Olga Orozco de Toay, que se podrá ver por streaming.

“Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero”. Su voz grave acompaña a sus lectores con la palabra como “peste pertinaz”. Sus poemas oceánicos, acentuados por el ritmo de los versos endecasílabos y heptasílabos, más vivos que nunca, retumban y se propagan más allá de la página, arrebatados a la oscuridad –que ella creía que está siempre habitada-. En el centenario de su nacimiento, el triunfo de Orozco, parafraseando un título de uno de sus poemas más emblemáticos, se materializa “con esta boca, en este mundo”. Plegarias, conjuros y mágicos sortilegios se desplegarán para invocar a la hechicera o médium de la poesía argentina, la alquimista que nació el 17 de marzo de 1920 en Toay (La Pampa), con el sol en Piscis y ascendente en Acuario; una mujer de mirada tan intensa y magnética que parecía de otro mundo. Este martes, a las 10 de la mañana, se realizará un homenaje a la poeta en la Casa Museo Olga Orozco de Toay, que se podrá ver por streaming.

Olga Nilda Gugliotta –el nombre y apellido completo de la hechicera- era la hija menor del siciliano Carmelo Gugliotta y la argentina Cecilia Orozco. La familia se mudó en 1928 a Bahía Blanca; siete años después, en 1935, se estableció en Buenos Aires. Lectora voraz que empezó a escribir y a tirar el Tarot cuando era una adolescente, Orozco fue maestra y estudió la carrera de Letras, aunque no la terminó. La muerte, como “tema” en sus poemas, emerge muy tempranamente en su primer libro Desde lejos (1946) y se extiende como una mancha, una sombra, o un fantasma, hacia el resto de sus libros de poemas: Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice (1977), Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1983), En el revés del cielo (1987) y Con esta boca, en este mundo (1994); también merodea en sus relatos La oscuridad es otro sol (1967) y También la luz es un abismo (1975). “He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,/ lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto,/ inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima;/ arena sin pisadas en todas las memorias./ Son los muertos sin flores./ No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos./ Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio”, se lee en “Las muertes”.

La emisaria de otro mundo 

“No tengo descendientes –confiesa en ese texto–. Mi historia está tatuada en mis manos y en las manos con que otros me tatuaron. Mi heredad son algunas posesiones subterráneas que desembocan en las nubes. Circulo por ellas en berlina con algún abuelo enmascarado entre manadas de caballos blancos y paisajes giratorios como biombos. Algunas veces un tren atraviesa mi cuarto y debo levantarme a deshoras para dejarlo pasar. En la última ventanilla está mi madre y me arroja un ramito de nomeolvides”.

La obra de Orozco imprime una marca tan intensa como indeleble sobre el rostro de la poesía argentina. Desde sus primeros pasos como poeta, se vinculó con Oliverio Girondo y Norah Lange, y fue la única mujer que participó en el grupo de poetas que se aglutinaron en torno a la revista Canto, que reunía a la llamada “generación del 40”. En 1955 conoció a Alejandra Pizarnik, de la que fue una suerte de “madrina literaria” y amiga. No se puede soslayar la tendencia surrealista en su poesía, que resonaba, con diversidad de registros, también en otros poetas como Girondo, César Fernández Moreno, Enrique Molina, Alberto Girri y Joaquín Giannuzzi. La conexión con el mundo de la magia y la videncia, esa especie de don de la adivinación, se derrama intensamente en sus poemas. Ella estaba convencida de que el poeta “escarba en lo desconocido, escarba en lo que no tiene explicación lógica”; por eso en sus versos-cataratas se multiplican talismanes, rituales, brujerías, encantamientos y oráculos; un “legado” que recibe de su abuela materna, “esa hechicera blanca que heredó en cada piedra un altar de los druidas” y “encendía las lámparas de un soplo”, que tenía una concepción animista del mundo: los objetos estaban siempre al acecho para ayudar o condenar, para proteger o lastimar. “Los objetos adquieren una intención secreta en esta hora que presagia/ el abismo./ Exhalan cierto brillo de utensilios hechos para la enajenación y el/ extravío,/ contienen el aliento para el ataque indescifrable,/ transforman sus oficios en esta exasperada, malsana geometría del/ suspenso”, proclama en el poema “Objetos al acecho”. La radio resultó una especie de ámbito natural para esa voz tan singular; entró a Radio Municipal en 1947 para hacer comentarios de teatro y cuando la escucharon –cómo no rendirse al conjuro que generaba ese timbre orozquiano- la contrataron como actriz de radioteatro. En la revista Claudia escribió notas con distintos seudónimos entre 1964 y 1974: Valeria Guzmán, para el correo sentimental de las lectoras; Sergio Medina, para las notas sobre las estrellas de Hollywood; Richard Reiner, para los textos esotéricos; Elena Prado o Carlota Ezcurra, para los artículos de vida social; Jorge Videla, para notas de tango; y Valentine Charpentier, para escritos biográficos o de viajes, entre otros.

Las palabras al trasluz

La impronta surrealista que se apodera de la poesía de Orozco, plantea Tamara Kamenszain en el prólogo de Poesía Completa (Adriana Hidalgo), se inscribe sobre lo que retorna en forma compulsiva, “son los seres que fui los que me aguardan”, dando cuenta de los avatares de una subjetividad. “Lo que Orozco comparte con el surrealismo es un asombro en relación con el descubrimiento del inconsciente. Ese que Breton, diferenciándose de Freud, definió como campo magnético de asociaciones cuyo registro se logra a través de medios automáticos”, subraya la prologuista. “Imbuida de ese asombro que multiplica la que fui en una diversidad de seres –todos en uno repitiendo los mismos llantos, los mismos deseos, los mismos ademanes– estaría lanzando a rodar, a partir de 1946, una pregunta poética con relación al tiempo de la subjetividad que ya de entrada alude a la muerte. Siguiendo ese hilo investigativo que abre la pregunta, se puede ir viendo cómo la cualidad de las alusiones a la muerte va cambiando a través de los diferentes libros, al mismo tiempo que cambia el modo en que la hablante se concibe a sí misma –explica Kamenszain–. Si empieza aferrada a la díada yo-tú para dar cuenta del otro mundo a través de una boca que se sitúa lejos, después se irá acercando a éste para adueñarse definitivamente del presente (‘con esta boca, en este mundo’). Un presente donde la muerte de los otros entendida como recuerdo deviene la marca de una experiencia actualizada con los otros”.

En los poemas de Los juegos peligrosos las figuraciones del yo encarnan en la trastornada que llama a un muerto, la prisionera en la celda de tormento o la ahogada que se hunde en un estanque. “Una palabra oscura puede quedar zumbando dentro del corazón./ Una palabra oscura puede ser el misterio de otros nombres que tuve./ Una palabra oscura puede volver a levantar el fuego y la ceniza”, revela Orozco en “Para ser otra”, como una sacerdotisa que convoca los poderes del verbo y la profecía. En sus Cantos a Berenice, la sujeta poetizada en su gata con nombre de personaje de Edgard Allan Poe, “intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola”. La poética de Orozco se construye en torno a las variaciones sobre el tiempo, “ese fantasma inconcluso, miserable anfitrión” con que la poeta ha luchado cuerpo a cuerpo: “nos hemos disputado como fieras cada porción de amor,/ cada rostro esculpido en la inconstancia de las nubes viajeras,/ cada casa erigida en la corriente que no vuelve”. Esa “variación” del tiempo incluye también las pérdidas, lo que se desplaza y se extravía: “¿no habrá nada que se mantenga en su lugar, nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos”, se pregunta en el poema “En el final era el verbo”, donde interpela a la poesía: “¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la/ muerte?/ ¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?/ Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro abismo”.

El reconocimiento fue de menor a mayor con el Primer Premio Municipal de Poesía (1963), el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980), el Premio Nacional de Poesía (1988) y el Premio Juan Rulfo (1998), entre otros. “La poesía acompaña a la gente, les ayuda a compartir sus extrañamientos, a sentir que no están solos para mirar el fondo de los abismos que se nos presentan a cada rato y los acompaña en sus interrogantes, en sus inquietudes extremas, en el enigma que todos llevamos con nosotros por el sólo hecho de estar vivos y no saber quiénes somos. Además la poesía ayuda a no dormirse del lado más cómodo”, advertía la poeta. Aunque murió el 15 de agosto de 1999, hace poco más de veinte años, sus poemas resurgen en la memoria de sus lectoras tan vivos que la hechicera, en el revés de todo destino, no puede estar muerta. Sus poemas son como puertas que se abren para exorcizar lo imposible: Orozco miraba las palabras al trasluz, en los reversos del misterio.

Fuente: Página12

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