Por J.C.E. (*)

Aquel jueves 16 de abril de 1987 habían transcurrido débiles tres años y seis meses de la recuperación de la democracia en la Argentina. Los habitantes del país se aprestaban a la celebración de la Semana Santa en un clima de cordialidad y convivencia logrado después del triunfo de la fórmula radical Raúl Alfonsín – Víctor Martínez sobre la oferta justicialista que proponía a Ítalo Argentino Luder – Deolindo Felipe Bittel para la presidencia de la república.

Aquel 16 de abril de 1987 un grupo de insurgentes comandados por el entonces teniente coronel Aldo Rico, de quien después se sabría le cupo una destacada actuación en Malvinas, produjo un levantamiento para exigir ponerle fin a los juicios contra los militares partícipes de los años de la dictadura que terminó con la capitulación de Mario Benjamín Menéndez ante el inglés Jeremy Moore, jefe de las tropas británicas, y la victoria de la Unión Cívica Radical en las urnas.

Mucho se ha hablado, mucho se ha escrito y mucho se ha fabulado sobre aquella Semana Santa de 1987.

Si bien de este lado de la historia hubo nombres que sería inapropiado desconocer, la figura del Presidente Raúl Ricardo Alfonsín, con su mejor perfil de estadista en la emergencia, cobró una notoriedad que más allá de adeptos y detractores, sigue creciendo en la memoria vivida o contada de propios y extraños.

Aldo Rico y sus camaradas tenían experiencia militar, armas y decisiones firmes de llegar hasta las últimas consecuencias que, más allá de haberlo negado en cuanta oportunidad se le presentó, eran derrocar al gobierno democrático de la Argentina.

Del otro lado del cerco, Raúl Alfonsín tenía el apoyo de la amplia mayoría del pueblo y el compromiso de gobernar en democracia después de los años de terrorismo de estado por los que había pasado el país.

Y una cosa más propia sólo de algunos: como hubiera dicho el ex gobernador cordobés Eduardo César Angeloz, su humor testicular estaba al límite.

El Presidente Alfonsín tuvo que ceder ante algunas exigencias de Aldo Rico, pero era ceder sin poner en riesgo la seguridad nacional o dejar que todo lo construido hasta aquel presente se desbarrancara y sumirse a la autoridad sin brújula de los insurrectos.

Cuando el helicóptero que había transportado al Presidente a Campo de Mayo, donde se encontraban Rico y sus cofrades, volvió a volar hacia Buenos Aires con Alfonsín a bordo una sensación de angustia y esperanza comenzó a ganar espacios en las expectativas de los argentinos.

Aquel jueves 16 de abril de 1987 Raúl Alfonsín, Presidente de la República, acompañado por Antonio Cafiero y otros popes de la política se dirigió a la multitud atenta y con la voz segura que le conocía su pueblo, deseó Felices Pascuas y agregó, “la casa está en orden”.

Una vez más la mítica Plaza de Mayo era el escenario que albergaba a una ciudadanía que entre llanto y algarabía celebraba un nuevo triunfo de la democracia en la Argentina.

Su artífice, Raúl Ricardo Alfonsín, el presidente de los argentinos, abogado radical de Chascomús que se había cargado al hombro la responsabilidad republicana de poner a salvo la continuidad democrática en el país.

(*) Especial para ANALISIS.