Por Rogelio Alaniz
Respetemos a Cristina. Entendamos sus urgencias. Disimulemos sus modales, sus arrebatos, sus tonos, el temblor febril de sus manos. Está luchando por su libertad y todo lo que haga y diga nunca alcanza pero siempre merece ser ponderado. Está luchando por su libertad, la de sus hijos y la de algunos de sus socios. Imposible una causa más noble. Evitemos las frivolidades, los arrumacos. No prestemos atención a su vestuario. En sus condiciones el buen gusto es una exigencia casquivana.
Perdonemos la exhibición de joyas y chafalonías. Está sola, tiene miedo y está enojada. Y cuando ella se pone así su exclusivo refugio es Vuitton, Hermes, Fendi, Tiffany, Graff, Buccellati, Chanel, Cartier, Gucci. Entendamos su retórica. Ampulosa, catastrófica, incluso resentida. ¿Habla como una izquierdista, como una abanderada de los pobres? Pablo Escobar en Medellin y Al Capone en Chicago en situaciones parecidas decían cosas parecidas, porque en los umbrales de la cárcel todos, hasta los más guapos descubren que alguna vez fueron de izquierda o simpatizaron con los pobres.
Sonrisa piadosa y tratar de entenderla. ¿Qué pretendemos? ¿Qué diga que robaban por lujuria? ¿Qué robaban y se arrodillaban para rezar delante de una caja fuerte? Piedad. Tampoco pidamos lo imposible. No es justo, no es humano. ¿O es necesario explicar que reclamarle a los Kirchner que no roben es una pretensión tan vana, tan imposible, tan utópica como exigirle a Drácula que no se alimente de sangre después de que lo designamos director de un Banco de Sangre? Pobre Drácula. Pobre Cristina.