Por Rogelio Alaniz
La estrategia del gobierno ante la pandemia es cerrar todo. No se le ocurre otra cosa. Cerrar la economía, cerrar las escuelas, cerrar la vida. Si no hace más, no es porque no quiere sino porque no lo dejamos. Su decisión no proviene de la maldad (dejemos la psicología para los psicoanalistas), sino de la ineficiencia. Desde que se desató la pandemia hicieron todo mal. En ese punto no se equivocaron nunca. Su coherencia es conmovedora y trágica.
Un mínimo de prudencia y un mínimo de sensibilidad hubiera permitido resolver la carencia de vacunas. Tuvieron todas las oportunidades posibles y a todas las desperdiciaran o las subestimaron. El coronavirus se combate con testeos y vacunas. En estas dos asignaturas están aplazados. Cero y a marzo. Si no estamos peor no es por ellos, sino por la existencia de un sistema sanitario que ha funcionado a pesar de ellos mismos. A la ineficiencia, sumaron oscuridad y corrupción. Hasta el día de hoy no sabemos qué pasó con Pfizer.
Tampoco sabemos qué pasa en Ezeiza. Todos los días nos enteremos de funcionarios oficialistas que se aprovechan de su posición privilegiada para vacunarse burlando las disposiciones legales, entre otras cosas porque el propio presidente de la nación los alentó diciéndoles que saltearse la fila no es delito. Si los mismos esfuerzos que dedican para asegurar la impunidad de Cristina y sus colaboradores, los habrían empleado para combatir el virus, otra sería nuestra situación. Lo siento por ellos y por nosotros, pero los resultados están a la vista. Los muertos se multiplicaron, se multiplicó la pobreza, la indigencia, la inseguridad y la inflación. Lo suyo es la versión invertida de la multiplicación de los panes y los peces.
Para bien de la Argentina, a este gobierno no hay que apoyarlo. Hay que derrotarlo. En las urnas y en la conciencia ciudadana. No sé si es el peor gobierno de la historia, pero sospecho que hace todos los méritos para serlo.