Por Guillermo Alfieri
“Esto es cosa de vida o muerte, nos vamos”, decidió la abuela Susana Yofre. El 10 de marzo de 1978, la vivienda ubicada en Villa Warcalde, en las afueras de Córdoba Capital, había sido asaltada por efectivos paramilitares, que encapucharon y maniataron a la dueña de casa y secuestraron a su marido, el doctor Miguel Hugo Vaca Narvaja. Antes, el 20 de noviembre de 1975, Miguel Hugo Vaca Narvaja (hijo) fue apresado, torturado y alojado en la Unidad Penitenciaria N°1.
Córdoba estaba intervenida. Suprimidas las garantías colectivas e individuales. Imperaba el crimen político. Como en el nazismo, el parentesco o la amistad con un “subversivo” era un riesgo. El doctor Vaca Narvaja fue alto funcionario en gobiernos provinciales de Arturo Zanichelli y ministro del Interior cuando Arturo Frondizi ejerció la presidencia de la Nación, hasta ser derrocado en 1962.
Casado con Susana Yofre, tuvieron 12 hijos. Dos de ellos, Fernando y Daniel, se enrolaron en las filas de los Montoneros. El apellido trascendió en el país, cuando Fernando logró escaparse de la cárcel de Rawson, episodio vengado con la masacre de Trelew, en la que fue acribillada su compañera Susana Lesgart. Portar el nombre Vaca Narvaja y no repudiar la militancia de un hijo o un hermano era un estigma contemplado en el plan de “aniquilar al enemigo”.
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Como para tantas madres y abuelas, la tragedia desafió a Susana Yofre. El dolor podía asociarse a la impotencia o motivar la acción para salvar a la familia, aumentada por matrimonios y partos. Su marido secuestrado, le había dejado una carta mecanografiada, hallada en su estudio de abogado, fechada en diciembre de 1975. Le agradeció “a mi gorda”, los 36 años de “felicidad que me has dado” y le pidió: “… frente a un hecho que pudiese provocar mi desaparición definitiva, por causas ajenas a mi deseo y voluntad, recurro a ti como en tantas otras circunstancias de la vida, para requerirte una prueba más de tu entereza moral (…) Acudo a ti y a tu formación cristiana, en la seguridad de que jamás me defraudarás. Deberás poner freno a tu propia reacción, entregar tu dolor como tributo a la pacificación general, templar los sentimientos. Que mi muerte sirva para algo en el tiempo, pero que jamás se convierta en factor de represalia para otros ni en causa de mayores desgracias para los núcleos familiares que has sabido formar”.
El 23 de marzo de 1976, en tandas de pocos miembros, los Vaca Narvaja se introdujeron en la embajada de México, en una escena envidiada por Graham Greene. Al día siguiente, con el golpe oficializado, la sede diplomática fue rodeada por tropas del ejército, estimuladas por el rechinar de los dientes del general Luciano Benjamín Menéndez, jefe del tercer cuerpo del arma, con asiento en Córdoba.
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En México recibieron la noticia indeseada. El 12 de agosto de 1976, Miguel Hugo Vaca Narvaja (hijo) fue fusilado, con la pantomima de un intento de fuga. Tenía 35 años. Su mujer es Raquel Altamira y sus hijos Carolina, Miguel Hugo (nieto) y Hernán. Cuando lo apresaron era apoderado del Partido Auténtico y defensor de presos políticos. Había sido funcionario del democrático gobierno de Obregón Cano, destituido por el derechizado peronismo del poder central.
Susana Yofre denunció en las Naciones Unidas la persecución que padecía su familia, a la que exhortaba a no hacer otra cosa que no olvidar. Su marido no fue encontrado y no se descarta que lo decapitaron. Por el asesinato de su hijo hubo un juicio en 2011, con condenas a algunos de los victimarios y cuestionados sobreseimientos para otros.
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El regreso coincidió con las elecciones del 30 de octubre de 1983. “Tuntuna”, como la llamó un nieto, o “Tuntu” en el trato más compartido, cumplió con el objetivo de resguardar a los Vaca Narvaja sobrevivientes, con coraje ejemplar. En el verano de 2014 me contó Hernán que la hija mayor de sus abuelos, “Susanita”, renunció a la pertenencia familiar en aquellos años duros. En la defección, quedaron enganchados los hijos de esa tía. “De casualidad, conversé con mis primos y les comenté que no sabían lo que se perdían por no visitar a la abuela. Lo hicieron y la Tuntu me agradeció con un abrazo la mediación, poco antes de su muerte”, narró Hernán y me entregó un número de la revista El Sur, dedicado a Mujeres.
Hay allí una linda semblanza de Susana Yofre de Vaca Narvaja, redactada por el nieto periodista.
“Era alegre, coqueta, divertida, ocurrente, imperativa. Tocaba el piano de oído, cantaba, jugaba a las cartas. Tenía algunos tics que son parte del lenguaje familiar: exigir que uno se lavara las manos apenas cruzaba el umbral de la casa o se aprestaba a sentarse a la mesa; o someterlo a un riguroso examen visual para saber si uno estaba buen mozo, más gordo o mal afeitado; compartir los álbumes de fotos que se apilaban en la mesa ratona del comedor; o aceptar los billetes que introducía disimulada enérgicamente en nuestra mano para ir a la peluquería, si el pelo estaba un poco largo o desaliñado. Los 39 nietos y los 42 bisnietos, siempre la tuvimos como un referente y disfrutamos de sus ocurrencias y su buen humor”.
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Como lo cortés no quita lo valiente, Susana Yofre logró que la Corte Suprema de Justicia de la Nación fallara a favor de la reparación a los exiliados por el terrorismo de Estado. Su último deseo fue que sus cenizas se mezclaran con los restos del hijo fusilado.
Imagen: Archivo Página/12, gentileza familia Vaca Narvaja.