En La verdadera vida de José Hernández (contada por Martín Fierro) con textos de Martín Caparrós e ilustraciones de Miguel Rep, se invierte la lógica habitual del autor creando al personaje y se ajusta cuentas con la tradición nacional. En esta versión -original, aguda y por momento subversiva-, Fierro acusa a Hernández de haberlo traicionado y domesticado, le recuerda su pertenencia a la oligarquía terrateniente, denosta a Sarmiento y afirma que Rosas fue quien más entendió al pueblo.
Hay personajes literarios que logran trascender a sus autores. Don Quijote, quien llegó a leerse a sí mismo en una novela y enfrentó a sus plagiarios, es quizás el caso más emblemático. Sherlock Holmes también escapó al control de Conan Doyle, al punto de forzar su resurrección. Pinocho, Tarzán, Robinson Crusoe, Emma Bovary, Frankenstein: criaturas que han cobrado vida propia más allá de sus creadores. A esa genealogía de personajes que discuten con sus autores -como los imaginados por Luigi Pirandello o Miguel de Unamuno- se suma también Martín Fierro, el gaucho, la figura nacional por excelencia. Muchas veces se ha confundido a Fierro con Hernández.
En La verdadera vida de José Hernández (contada por Martín Fierro), Martín Caparrós invierte la lógica habitual: no es el autor quien crea al personaje, sino el personaje quien regresa del pasado para interpelar a su creador. Acompañado por ilustraciones de Miguel Rep, el libro se propone como una relectura radical del poema nacional y de los pilares simbólicos sobre los que se construyeron las fábulas fundacionales y una parte crucial de la identidad del país.
El Fierro de Caparrós no regresa como un mero personaje literario, sino como un estratega que interpela a su creador y narra, por fin, su verdadera vida. Usa el verso gauchesco -sextinas octosílabas con rima consonante-, con un idioma propio que no busca imitar el color local, sino recuperar una voz que fue falsificada. Acusa a Hernández de haberlo traicionado, de haberlo domesticado para encajar en una narrativa que suaviza la violencia y convierte al gaucho real en una estampita funcional al poder. “Me hizo decir lo que él quiso / no lo que yo había vivido”, dice este nuevo Fierro. Y desde allí, el libro entero se convierte en un gesto de reparación y un acto de restitución: una voz usurpada que regresa para decir su verdad y saldar deudas.
Por la vuelta
La figura del gaucho y el poema de Hernández han sido objeto de múltiples lecturas a lo largo del tiempo. Borges, desde sus ensayos y ficciones, revisó el universo del Martín Fierro, cuestionando sus implicancias éticas y literarias, y llegó incluso a proponer -con la muerte ficcional de Fierro- el cierre definitivo de la gauchesca. Es a partir de esas reescrituras borgeanas que Martín Kohan interviene el texto clásico: retoma escenas imaginadas por Borges para reescribirlas desde otro ángulo, narrando el amor entre Fierro y Cruz.
Las reescrituras siguen haciendo texto con los casos de Gabriela Cabezón Cámara (Las aventuras de la China Iron), Pablo Katchadjian (El Martín Fierro ordenado alfabéticamente) y Oscar Fariña (El guacho Martín Fierro), quienes proponen aproximaciones tan diversas como provocadoras. En ese entramado de relecturas, Caparrós lo interviene con la apuesta de dinamitar desde dentro el mito fundacional. Algo similar a lo que ya intentaba el mismo Hernández en La vuelta de Martín Fierro (1879), donde el gaucho vuelve cambiado y adaptado al nuevo orden. Aquí, sin embargo, el retorno es revulsivo, violento, corrosivo y ocurre un siglo y medio después.
La estrategia de Caparrós es certera. En los primeros versos, Fierro ataca a “José Hernández Pueyrredón”, mencionándolo por su doble apellido para evidenciar su pertenencia a la oligarquía terrateniente. El gesto no es menor, porque sitúa a Hernández como alguien dividido entre dos mundos. Por un lado, la rama Hernández, de filiación federal, popular. Por otro, la línea Pueyrredón, unitaria, patricia. Esa contradicción, expresada con sorna y énfasis, prefigura el carácter oscilante del autor del poema: un hombre cruzado por tensiones ideológicas y sociales.
Desde esta perspectiva, Hernández no aparece como defensor de los gauchos sino como su explotador, su intermediario, su lenguaraz. La biografía narrada por Fierro arranca con un niño de la élite rural que creció entre alambrados mientras los gauchos eran convertidos en peones. Un chico curioso que escuchaba, como testigo, cuentos al calor del fogón y tomaba nota. Un adolescente que más tarde convertiría esas voces en materia prima para construir su gran obra, apropiándose de vidas ajenas.
El libro se organiza en nueve capítulos y un epílogo, donde se recorre la vida de Hernández: su infancia en la estancia, la muerte temprana de su madre, su breve paso por la escuela, la mudanza a los campos de Rosas, donde convivió con gauchos desclasados. Allí se sitúa el encuentro con el gaucho real, el hombre de carne y hueso cuya memoria fue utilizada y deformada. “Yo le contaba cositas, / pobre, para distraerlo”, dice Fierro. Y de aquella aparente inocencia de la transmisión oral surgirá, más adelante, una traición literaria: no una reproducción fiel de la voz del gaucho, sino un artificio culto que se distancia deliberadamente de su habla real.
La reconstrucción que propone Caparrós de Hernández no lo presenta como mártir ni como monstruo, sino como una figura ambigua, llena de contradicciones: soldado desencantado, periodista incendiario, revolucionario frustrado y, finalmente, senador acomodado. Pero más allá del recorrido biográfico, lo que resalta es el dispositivo simbólico que estructura el libro: la transformación del gaucho en caricatura, en ícono domesticado y funcional al poder. Fierro ahora no se reconoce en esa imagen. Es un hombre resignado, sí, pero también consciente de esa manipulación.
La traición literaria
No hay en este libro una reivindicación romántica del gauchaje. Lejos de idealizar esa época dorada de vida sencilla en el rancho, con la mujer y los hijos antes del reclutamiento forzoso para ir a la frontera contra el indio, Caparrós desmonta esa imagen edulcorada que construyen los versos tradicionales. En su lugar, denuncia el trabajo forzado en las estancias, el disciplinamiento impuesto por el Estado y la marginación del gaucho como sujeto social.
Uno de los pasajes más provocadores es la visión que se ofrece de Juan Manuel de Rosas. Alejado de los estigmas liberales, se lo presenta como protector del orden rural, como figura paternal y pragmática: “nuestro hombre más humano”, dice. En contraste, Sarmiento se presenta como el autoritario, el exterminador, el antagonista perfecto. La crítica es directa: Martín Fierro lo acusa de ser el arquitecto del proyecto nacional que borró al gaucho como sujeto real para reemplazarlo por un emblema. Lo responsabiliza por el asesinato del Chacho Peñaloza, por exhibir su cabeza en una pica.
Pero la crítica a Sarmiento no se reduce a lo personal; lo presenta como el rostro de una Argentina construida suprimiendo lo popular, lo mestizo y todo aquello que resultaba incómodo. Un país diseñado desde la mirada ideologizada de las élites, sin lugar para quienes no encajaban en el modelo ilustrado.
La hipótesis general es concluyente: el Martín Fierro no fue salvado por la literatura, sino traicionado por ella. Hernández no representó al gaucho, lo desactivó. Y lo hizo en nombre de un proyecto político contradictorio. Mientras la crítica apunta a Sarmiento como símbolo de una Argentina construida suprimiendo lo popular y mestizo, Leopoldo Lugones fue quien, en su ensayo El Payador (1916), puso al gaucho en el centro del imaginario nacional, usándolo como símbolo de un país pujante y moderno, en un momento en que la idea de nación era muy distinta. Caparrós establece un diálogo crítico con esa visión, desarmando y cuestionando el lugar que el gaucho ha ocupado en la construcción de la identidad argentina. Su respuesta es una desmitificación contundente: el gaucho fue exterminado en la realidad y, tras su desaparición, reducido a un monumento simbólico.
El epílogo recuerda cómo el Martín Fierro, tras vender 50.000 ejemplares en su primer año y consagrarse con su segunda parte, se convirtió en el Libro Nacional Argentino, al punto de que el nacimiento de José Hernández dio lugar al Día de la Tradición. Sin embargo, Caparrós cierra con una imagen cargada de ironía: el poeta murió joven, tras publicar un manual sobre cómo administrar estancias, y fue enterrado en la Recoleta, el cementerio de la élite porteña, financiado justamente con la tierra que fue arrebatada a gauchos e indígenas. Así, la figura de Hernández queda sellada como símbolo de una apropiación histórica que transformó la rebeldía en tradición domesticada.
Las ilustraciones de Miguel Rep, distribuidas a lo largo del libro como interludios visuales, no solo acompañan el texto, sino que lo interpelan, lo amplían y en ocasiones lo contradicen. Algunas son a color, otras en blanco y negro; unas ocupan páginas enteras, mientras que otras se entrelazan con el espacio verbal. Sin embargo, todas comparten una intensidad que establece un diálogo profundo con la dimensión poética y política de la obra.
La primera imagen, a página completa, presenta a un gaucho de perfil cabalgando con su guitarra colgada, como si avanzara hacia el corazón del libro o hacia la consolidación de su propia leyenda. Un poco más adelante, una doble página impactante muestra a José Hernández a caballo, desdoblado y escoltado por sí mismo, en una noche pampeana atravesada por una constelación en forma de daga, con una calavera con vincha tendida en el campo, y un cielo marcado por la Cruz del Sur.
A medida que avanza el libro, las imágenes de Hernández se multiplican: lo vemos pensativo, con un reloj en la mano, enfrentando paisajes urbanos o contemplando a la distancia, desde una ventana, a un Sarmiento absorto en la escritura, aislado en otra ventana bajo una media luna y rodeado de palmeras. Hay viñetas memorables: Hernández leyendo El Mosquito, el periódico satírico de su época; gauchos estaqueados en el suelo; escenas de violencia o apariciones fantasmales donde Hernández deja de ser solo personaje para convertirse en máscara o espectro. Algunas imágenes resultan inquietantes, como aquella en que Hernández, en una postura brutal, abre las piernas de una mujer frente a un ropero.
En otras páginas, el dibujo se vuelve pura síntesis: una guitarra solitaria, la cabeza de Hernández, el gaucho cantándole a una flor mientras se sienta sobre la calavera de una vaca, o figuras acompañadas por animales en paisajes oníricos y hostiles. En conjunto, las ilustraciones de Rep no se limitan a decorar el texto; son, en verdad, el otro verso del libro.
La verdadera vida de José Hernández es, en última instancia, un ajuste de cuentas con la tradición nacional. Caparrós no destruye el octosílabo ni da por agotado el género gauchesco; los habita, los explora y los subvierte. No busca repetir un homenaje ritual, sino entregar palabra escrita a quien fue reducido a mero relato. Más que un simple texto de denuncia, es una apuesta estética y formal que convierte la reescritura en un acto literario específico, capaz de provocar efectos sostenidos en el lector. La literatura, en tanto espacio de experimentación y resistencia, abre un terreno privilegiado: horadar las versiones oficiales. Esa voz, por fin, ya no enseña, no sermonea ni reconcilia; desafía, se impone y transforma. Porque lo que alguna vez fue épica popular terminó sirviendo al poder. Porque ya era hora de que alguien la cantara sin beneficio para nadie y porque, todavía, quedan cuentas por saldar: un ajuste que se realiza, finalmente, en la literatura.
Fuente: Página 12, Carlos Aletto.
En mayo se reunieron en Paraná seis gobernadores: Rogelio Frigerio, de Entre Ríos; Maximiliano Pullaro (Santa Fe); Raúl Jalil (Catamarca); Axel Kicillof (Buenos Aires); Ignacio Torres (Chubut) y Sergio Raúl Ziliotto (La Pampa). Ahora volverán a hacerlo durante esta semana en el Consejo Federal de Inversiones (CFI).