Una espina que duele cada vez más

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Fernanda, a 12 meses...

L. M. S.

Cuesta creer que haya transcurrido ya un año, en el cual cada mes nos vino entregando el fatídico día 25, que sólo sirvió para seguir demandando esclarecimiento y continuar enojándonos con tanta falta de resultados, que al fin significa agrandar el dolor, la impotencia y el desconcierto. Esa triste historia que arrancó la tarde del 25 de julio de 2004 y que poco a poco fue creciendo en la rabia colectiva, nutriendo miles de centímetros en espacios gráficos y consumiendo una impresionante cantidad de minutos en radio y televisión, hace mucho que dejó de ser una historia más.

Por su origen, por su dimensión humana y por su repercusión social, la desaparición de Fernanda Aguirre sigue constituyendo un desafío insoslayable y una asignatura pendiente para la Justicia pero también para la sociedad en su conjunto, que en muchos rincones parece no haber comprendido hasta hoy la auténtica gravedad y la profunda vergüenza de este episodio.

Toda una comunidad laboriosa y tranquila como la de San Benito, tan apegada a las cosas simples que confiere lo recoleto y cristalino, en los trabajos a la luz del día, en las aulas que acogen el bullicio fresco, en la serenidad del vecindario, en las ventanas abiertas, en los viejos sillones en la vereda y en el ruido de hamacas infantiles, esas que anuncian sus vaivenes con hierros de gastada lubricación y van a entreverarse con el sano grito de los más chicos, de pronto sintió que todo pasaba a segundo plano.

Hasta las campanas convocando al encuentro dominical con el Santo Patrono parecieron adormecer su tañido.

Bastó con escuchar un viejo y conocido nombre ligado a la más negra antología criminológica de nuestra ciudad para comprender en toda su dramática medida ante qué realidad nos hallábamos.

Hablamos de Miguel Ángel Lencina, aquel que llegó a decir un día que al enemigo se lo debe castigar en aquello que él más quiere, configurando sobre ese aberrante apotegma su figura de asesino serial, su condición de verdadero chacal.

ANALISIS no demoró un instante en recordarle a la comunidad de estos lares y también al resto del país quién era este personaje que purgaba cárcel por los últimos dos homicidios que había cometido en su carrera criminal, producto de un temperamento desquiciado admitido hasta por su propia progenitora.

Lencina nunca tuvo compasión para con sus víctimas, donde se encolumnaban mujeres niñas y adultas, aunque hechos similares que ocuparon conversaciones entre pesquisas y periodistas indican que hubo otras andanzas culminadas trágicamente, sin contar actos escalofriantes que dan cuenta de la aplicación de tormentos a personas mayores y hasta en un hijo suyo en etapa de lactancia salvado por la abuela.

El presunto suicidio de este psicópata, ocurrido en la mañana del 6 de agosto de 2004 en extrañas forma y circunstancias, nunca terminó de convencer a gran parte de la ciudadanía que aguardaba una formal confesión que posibilitara abrir una brecha útil para la investigación.

Nadie lo cuidó, nadie lo vigiló, nadie lo protegió de cualquier actitud que pusiera en riesgo la integridad del detenido. Más grave resulta este hecho si se tiene en cuenta que el día antes y frente a las cámaras de la televisión nacional, Esther Torres -la madre- advirtió que su hijo estaba propenso a suicidarse. "Está reventado y sufre presiones intolerables", se atrevió a mencionar casi eufemísticamente, dejando entrever que ciertas técnicas de interrogatorio abrían cauce a un final trágico.

Ese supuesto acto de colgarse del cuello con tiras de una frazada, por lo visto de ponderable calidad, ¿fue un alivio para Lencina o para otros? ¿No era el detenido el más valioso archivo móvil en condiciones de auxiliar a los investigadores? En ese contexto, ¿cómo se lo dejó sin vigilancia a la vista, como corresponde en tales situaciones? ¿Por qué nadie se ha hecho cargo de semejante desidia e irresponsabilidad? Si sábanas y frazadas son consideradas elementos de riesgo a la hora de evaluar hipótesis de fuga o autoeliminación, ¿por qué se lo dejó en soledad?

La viuda de Lencina, Mirta Cháves, es innegablemente la persona que, después de su marido, más sabe de lo que ocurrió con Fernanda. Probablemente alguien la haya convencido de que su hermetismo y reticencia cómplice ante los jueces podría salvarla de una condena. Pero si la Justicia actúa como debe, nada debería permitirle eludir la ley.

¿A quiénes les tiene miedo para guardar tanto silencio? ¿Está feliz por lo que su esposo cometió? ¿No siente en su conciencia de madre lo que otra madre, María Inés Cabrol, experimenta con tanto dolor que, lejos de ceder, se acrecienta con el paso del tiempo?

La historia siniestra de este criminal, que llegó a ufanarse de sus hazañas en las que hasta enumeró fríamente ante terceros los detalles de sus abyectas acciones, no parece conmover a quien compartió con él muchas horas en intimidad, quizás construyendo proyectos en común.

Salvo que a Mirta Cháves le resultaran edificantes sus tropelías y vejámenes, que no podía desconocer, incluyendo -cuando su marido era menor-, la violación y muerte de una niña de nueve años en 1988, a la que arrojó aún con vida en un pozo de 70 metros, aplicando su vieja forma de vengarse de los mayores. Como si se tratara de una suerte de "propedéutico" para lo que haría luego en su futura escalada homicida.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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