Julián Pasternak
“De más allá de Saturno, de muy lejos”, dijo. Yo solté una risita medio estúpida, como para que pudiese ser interpretada de distintas maneras. No dijo nada. Nos quedamos un rato en silencio. Ella miraba por la ventana; yo la miraba a ella. Temblaba apenas. Tenía la piel olivácea, casi verde. Si no fuese por una pelusa, un bigote rubio imperceptible que asomaba encima de su labio superior –ese tipo de detalles inquietantes en el rostro de una mujer– podría haber arriesgado una hipótesis más descabellada: que había nacido de la cruza entre un árabe y una aceituna, por ejemplo; o, peor, que usaba métodos artificiales de bronceado durante el otoño, y que no era muy buena eligiendo la frecuencia o la combinación de colores que le aplicaban en la piel.
Por todo lo demás, había que reconocer que era bella. Mucho.
—¿Qué, no me crees?—, dijo.
—No, si. Yo te creo. Venís del Área 51, te escapaste delante de las narices de todo el Pentágono y llegaste por teletransportación a Valle María. Tu nave quedó en el desierto. Te ayudaron Mulder y Scully porque saben que tu civilización es muy avanzada, y que te mandaron con un mensaje de paz y amor a los habitantes del planeta tierra...
—Paz y amor no, estúpido. Destrucción, destrucción, destrucción: vamos a destruir a todos, y que no quede ni uno. Nada de elegidos, nada de inocentes, nada de “ustedes serán salvados para que algún día, cuando todos hayan muerto, este mundo pueda renacer de las cenizas”. Nada de chicos tiernos y abuelos sabidos. Los viejos y los chicos son insoportables, lo peor de la plaga. Nadie va a renacer. Ustedes son los parásitos del sistema solar. Venimos a ofrecer muerte y destrucción para todos. ¿Qué te parece?
—Una ternura. Hubiesen llegado un rato antes y yo me ahorraba algunos dolores de cabeza. ¿Puedo proponer algunos nombres para que empiecen?
—Viste qué lindo, tarado. No podés proponer nada: vos ya sos un muerto. Pará con tu cinismo y dejame tomar un café tranquila sino querés que empiece ya mismo. Del mozo me voy a encargar primero: en toda mi estadía en la tierra no tomé un café tan inmundo.
—Ehh, bueno, que carácter. Está bien: dame una prueba. Venís de más allá de Saturno. Dame una prueba que no sea tu bronceado.
Me miró con rencor.
—Mirá —dijo, mientras me acercaba su rostro y abría los ojos muy grandes y se quedaba quieta para que pudiese observar lo que sucedía alrededor de sus pupilas.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)