Antonio Tardelli
El periodista no se asombra. Le disgusta lo que escucha, pero no se sorprende. Del otro lado, una militante peronista, de anterior paso por el Frepaso, circulando ahora por las aydacencias del oficialismo, expresa un alineamiento a prueba de declaraciones juradas. El patrimonio de la Presidenta y de su marido, el ex Presidente, no son un obstáculo para reconocer su liderazgo. No le dice nada esa luz roja gigante que baja desde la cúspide. O al menos no le dice cosas que se conviertan en impedimento, en escollo, en muro que apacigüe la exaltación.
El diálogo acaba allí, lo que impide saber si el encolumnamiento es una opción emocional o el fruto de debates encendidos que las diferentes organizaciones han debido dar puertas adentro. No se sabe entonces si la fortuna de los Kirchner es un detalle insignificante, si es un mal trago que debe tolerarse o si se adhiere a la reciclada teoría de que para actuar en política se necesita mucho dinero y por lo tanto de algún modo hay que hacerse con él. La teoría se enriquece con el agregado, en algún punto novedoso, de que para emprenderla contra los poderosos, contra los ricos de verdad, se precisa estar a resguardo de angustias financieras. Se precisa ser rico de verdad.
No es exactamente el “roban pero hacen” con que una parte de la sociedad, resignada, prefiere delincuentes a los que disculpa en virtud de que, mientras delinquen, administran de un modo que se evalúa eficaz. No es exactamente el mismo razonamiento. El ciudadano que opina de ese modo es, por lo general, un hombre relativamente despolitizado. Es un ser que no se preocupa mucho por la marcha de los conflictos colectivos sino que más bien permanece atento a su suerte personal y a los beneficios que el presente le permite recoger. Es un sujeto al que se disculpa por el hecho de que con frecuencia ha sido maltratado por el país. Es un individuo que entrega transparencia a cambio de bienestar. Sacrifica honestidad por alguna forma de supervivencia o progreso.
Diferente es el caso del militante. Con una cosmovisión armadita, portador de una ideología que lo adscribe a un proyecto que entiende progresista, el militante conoce los mecanismos espurios de la política. Sabe que la corrupción es una amenaza latente. No ignora la existencia de las tentaciones que merodean el poder. Pero no disculpa la corrupción en base a resultados. No es eso. No se trata de esa clase de pragmatismo egoísta. O no necesariamente se trata de eso.
Posiblemente el militante tolere la corrupción en función de determinadas ideas que le endulzan el oído, que le agradan, que le entregan un sentido de pertenencia. Subestima la corrupción a cambio de un discurso. La minimiza. En el mejor de los casos, la canjea por una esperanza. A veces presume de no verla. En el caso del militante, es una especie de “roban pero transforman”.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)
