Historias de un triple crimen

Edición: 
917
Herencia de familia, el nuevo libro de Daniel Enz, sobre el caso Bressán, de Concordia

Por Daniel Enz

–Matías, mañana no aparezcas por la chacra porque voy a venir con María Celia y el nene. Y vos sabés como se pone la Gorda si te ve. No sé por qué se le antojó venir este domingo, creo que está emputecida con eso de arreglar el jardín de mierda que pretende hacer a la entrada. Avisale a tu madre, porque hay que suspender lo que teníamos previsto, de juntarnos todos acá.

El chico apenas si esbozó una sonrisa y alcanzó a balbucear un “está bien”. Esa noche iba a dormir allí porque no había nadie para cuidar el lugar, pero se tendría que adaptar a los cambios de planes, como siempre sucedía.

Ya eran poco más de las ocho de la noche, el sol casi se terminaba de ocultar y era tiempo de regresar a casa. Padre e hijo habían pasado varias horas haciendo cosas en la chacra y practicando algunos tiros contra los árboles y los loros que, por la época, estaban más ruidosos que nunca. Incluso, hasta probaron algunos de los proyectiles para la pistola 380 que Bressán había comprado en una armería, a ciento cuarenta pesos las dos cajas con cincuenta balas cada una.

Matías se adelantó y esperó a su padre en la tranquera, para cerrar el candado. Bressán se demoró unos pocos minutos, terminó de ordenar, subió a su camioneta Ford Ranger y buscó la salida. El pibe cerró sin apuro y se ubicó en el asiento del acompañante.

–La cagada es que no voy a poder comer ese corderito que quedó en el freezer –le dijo a su padre, a poco de arrancar.

–No te preocupes, les guardo algo para ustedes. Igual, no sé si vamos a venir a comer al mediodía, a lo mejor un poco después. Estate atento a la mañana: si no paso a buscarte a las diez es porque después voy con la Gorda y el nene.

Ese viernes, junto a Donato Romero, el cuidador de la chacra, habían faenado cinco corderos. Uno quedó allí, para la parrilla del domingo. A los otros cuatro los llevaron Miguel y Matías personalmente a la casa de un conocido prestamista concordiense al que Bressán le debía algunos favores y bastante dinero.

Matías había ocultado su bronca por la frustración de las actividades del domingo. Pero no porque no la sintiera. Era el día que más esperaba en la semana porque Miguel lo destinaba a él, su madre y sus hermanos. Era el día de ellos, de compartir cosas, comer juntos y cuando, de alguna manera, lo podía mirar a Miguel como un padre. Sus hermanos nunca habían podido romper esa distancia porque el abogado jamás hizo el intento. La excepción era Matías.

–Te aviso que mañana no podemos ir a la chacra. Nos cagó la Gorda porque se le ocurrió hacer el jardín –le dijo el joven a su madre, a poco de entrar a la humilde casa.

–Bue... ya estamos acostumbrados a estas cosas de tu padre. El siempre termina resignando las cosas nuestras.

Matías pensó un rato si salía a la noche, pero finalmente desistió de la idea. El día siguiente no era un domingo más para él. Era un día particular.

*****

Bressán profirió algunas expresiones extrañas en Tribunales durante esa semana de noviembre. Por lo menos tres personas del Juzgado de Instrucción de Concordia lo escucharon decir la frase: “Este fin de semana se termina todo mi calvario”.

–¿De qué hablás, Miguel? –le preguntó una de esas personas.

–Ya se van a enterar…No quiero hablar.

Nadie le repreguntó. El funcionario judicial no era de mucho hablar. Era un hombre parco y de pocas palabras con la gente con la cual trabajaba, pero no con los amigos, abogados o funcionarios judiciales, a los cuales, algunas veces, buscaba sorprender con sus relatos grandilocuentes y hasta algo fantasiosos.

Pero esa frase, y especialmente la palabra “calvario”, dejaron pensando a los que lo oyeron. Algunos interpretaron que se iba a liberar de las deudas que había contraído con prestamistas concordienses o del cerco que le imponían los bancos con los cuales operaba, por lo que su esposa casi siempre tenía que salir a cubrirlo con sus fondos personales.

Miguel Bressán se acostó temprano esa noche del sábado. Su hijo Matías, a pocas cuadras, hizo lo mismo. Al día siguiente, domingo 18, el chico se levantó temprano y esperó a ver si su padre lo pasaba a buscar a las diez, pero Miguel nunca llegó. “Esa Gorda me volvió a cagar; no me puede cagar así toda la vida”, pensó. Hacía varias semanas que venía maquinando la idea de “hacer algo” contra la esposa de su padre porque no soportaba más el odio y la discriminación de los que era víctima. Tenía un plan en su cabeza, pero lo frenaba la pelea interna que le generaban sus propias ideas.

(Fragemento de la publicación que se podrá conseguir en librerías de toda la provincia).

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