Puerto Sánchez

Puerto Sánchez

"El río está vivo y Beto quiere que las personas lo entiendan como tal para respetarlo".

Por Belén Giménez (*)

Ese es Tito. Tito canta ¡canta muy bien! Todos saben dónde está porque siempre está cantando. ¿Sabes por qué canta? Porque tiene miedo. La charla no arrancó así, pero Beto impregnó de esa magia cada relato. En la isla hay ruidos, hay leyendas, no es fácil estar en la isla de noche. Es dura la vida del pescador. A veces pasan toda la noche despiertos y cuando vuelven, todos se están levantando y ellos recién se van a dormir, aclara porque comprende que no soy de ahí, que no entiendo porque no lo vivo pero imagino el canto de Tito saliendo de entre los árboles, viniendo desde la isla, sobrevolando el río, ahuyentando el silencio... 

El encuentro estaba pautado para las 10 en la Estatua al Pescador. Ni bien se reunió conmigo me dijo vamos a arrancar por la estatua, ya vi que le sacaste una foto. Beto es un observador nato y cotidiano. Acá no están tan de acuerdo con esto porque los pescadores dicen que hay otras formas de tomar el pescado y eso del pescador en cuero no, el pescador sabe que el sol lo mata, que los mosquitos lo matan, por eso siempre usa remera. Pero esto es así: viene un artista y lo hace y uno lo recibe, nos gustaría que esté en el ingreso a Puerto Sánchez. La otredad y la pertenencia son rasgos que sobresalen en la narración de Beto continuamente, pero –aunque claramente distintivos y manifiestos- no apuntan a una separación, sino que se descubren como puertas de acceso, pasajes de ida, valorando el conocimiento como vehículo.

A mí me gusta que las personas vengan y conozcan porque conociendo se cuida lo nuestro, porque todo esto es nuestro. Beto es tan de Puerto Sánchez como Puerto Sánchez es de él. Cuenta que habita esos lugares desde pequeño, cuando vio realizarse el sueño de su papá: comprarse una canoa a la que llamó Che kéra (“Mi sueño” en Guaraní. Y se sabrá perdonar, en caso de que cometa un error, mi ignorancia en lo relativo a dicha lengua). Beto se para de frente al río y con la vista elevada, como empujando la visera de la gorra hacia arriba, cruza su mano de izquierda a derecha a la altura del pecho, en un movimiento que parece acariciar el horizonte, ese que ambos observamos pero que no alcanzamos, e imita a su padre mientras cuenta que éste se paraba así, señalaba al río y decía que algún día estaría ahí. Y por suerte me lo transmitió, finaliza el relato. Su papá lo “cargaba” en el bote y lo llevaba. Cuando su padre no pudo ir más, por el peso de los años, le pedía que fuese él y que le contara al regresar. De alguna forma, en esas narraciones, el hombre jamás dejó de ir al río. Otros tantos también se unieron para siempre al agua amarronada en los rituales de cenizas hechos durante la bajante histórica y desoladora de unos meses atrás.

 

Puerto Sánchez se extiende a través de una calle de tierra a modo de columna vertebral donde confluyen casas construidas con elevaciones previniendo posibles crecidas del río; los transeúntes cotidianos y los nuevos, curiosos o compradores; pescadores que van o vuelven de encontrarse con la incertidumbre de la profesión; vendedores ambulantes con canastas de mimbre bajo el brazo y un pañuelo en la cabeza para resguardarse del sol; un par de perros que duermen echados en la tierra despreocupados del tránsito de personas y del tiempo; los comedores a la vera del río que prescinden de paredes para que, quien se disponga a comer,  siga sintiéndose parte del paisaje, locales comerciales familiares que mantienen viva la transmisión de saberes a través de generaciones convivientes en ese espacio físico que sostienen y donde hacen de la historia un tiempo siempre presente. La tierra es del río y el río de la tierra, los habitantes de Puerto Sánchez mantienen viva una tradición desde un sentido de pertenencia que se niega a la modificación del paisaje urbano para evitar su muerte, su fin; por eso hay mesas apoyadas sobre la misma tierra o en un simple piso de hormigón. En Puerto Sánchez todos se conocen por el sobrenombre y quienes van cada semana a ocupar los tablones largos de “La peña de Dardy” son amigos o invitados por estos, porque la familiaridad es parte de la idiosincrasia del lugar.

Beto habla mucho de la dinámica del río: ese continuo cambio propio de estar vivo, y cuando lo dice, me mira esperando mi aprobación. El río está vivo y Beto quiere que las personas lo entiendan como tal para respetarlo. Por la dinámica de la que habla, él prevé canales que van a desaparecer porque el sedimento y los camalotes que arrastra la corriente se van acumulando en las islas, extendiéndolas. Pero sin poder evitar traer los recuerdos, cuenta sobre la existencia de un canal donde ahora hay suelo, por donde el río ingresaba y él se bañaba cuando era un gurí, como los que ahora vemos entre las canoas, con cañas de pescar en las manos, aprendiendo el oficio de los grandes. Estábamos protegidos, no había corriente ni era profundo. El río se personifica en las narraciones de Beto y esa personificación tiene, a su vez, muchas personalidades dependiendo del lugar, el clima, los años, y cada una de ellas debe ser comprendida y respetada, cada una debe tener una respuesta acorde de nuestra parte para la convivencia entre río, tierra y personas. Los humedales eran lugares donde el pescado iba a resguardarse y crecer, tenía el tiempo necesario para tomar un buen tamaño. Ahora eso ya no se da más, dejó de ser un lugar seguro y ni hablar con las quemas. La cara de Beto brota aflicción al hablar de las quemas, el dolor se le aviva en el cuerpo, lleva en la memoria las llagas vivas de esos incendios.

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El recorrido termina cerca de las escaleras que llevan al Puerto. El calor azota en esa parte donde la arcilla blanquecina le hace de espejo al sol porque ya no hay casas ni árboles. Desde ahí, se puede ver, metros más abajo y sin posibilidad de acceso, las canoas descansando. Se pintan para cuidarlas porque el sol las destruye y la pintura protege la madera y fijate que todas tienen nombre, se las bautiza, a veces con el nombre del dueño y a veces con otro nombre que es el que se le da a la canoa.

Beto me pide, humildemente, que antes de despedirnos le deje un recuerdo de la participación en el recorrido que él ofrece. Entonces saca de su morral un cuaderno tapa dura de color rojo, una birome y me los entrega. Cuando ando un poco triste, leo lo que me han escrito y me ayuda mucho, me da fuerzas. Beto es un defensor del río y de su tierra y esa lucha que carga en sus días, le va arqueando la espalda. Entiende además la urgencia del tiempo que se le escapa cuando aún falta mucho por hacer. Hemos pasado su casa que se ubica en la barranca y no es visible desde la calle porque la cubren las más de treinta especies de árboles que él afirma tener. Desde abajo, se ve asomar, entre la vegetación, una antena y esa es toda la referencia visible. Tengo todas las cosas del museo ambulante ahí ahora, a ver si consigo que me den un espacio y lo traslado definitivamente. No es solo el paso de los años y su horizonte definido los que llevan a Beto a renegar y a la vez juntar fuerzas para seguir, sino los oídos ausentes a su pedido. Beto se despide tomando nuevamente su cuaderno, agradeciendo y afirmando que él lo único que quiere es dejar lo que él sabe. “Lo único”, pienso, como si fuera poca cosa.

(*)Texto y fotos: Belén Giménez - Publicado en: https://geotintas.blogspot.com/

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