Fincen Files: una nueva filtración con enseñanzas para América Latina

La unidad de control de delitos financieros estadounidense (FinCEN, por su sigla en inglés) abrió una ventana a la verdadera forma de operar de los grandes bancos internacionales vinculados con la corrupción.

La unidad de control de delitos financieros estadounidense (FinCEN, por su sigla en inglés) abrió una ventana a la verdadera forma de operar de los grandes bancos internacionales vinculados con la corrupción.

Por Hugo Alconada Mon (*)

 

Una nueva filtración de documentos secretos logró su cometido: mostró otra vez lo que los gobiernos permiten por debajo del agua. Pasó con WikiLeaks desde 2006; pasó con los Panama Papers en 2016, y volvió a pasar ahora con los Fincen Files.

Los Fincen Files -más de 2.100 documentos secretos de la unidad de control de delitos financieros estadounidense (FinCEN, por su sigla en inglés)- abrieron una ventana a la verdadera forma de operar de los grandes bancos internacionales, las enormes dificultades que afrontan los organismos globales que deberían controlarlos y cómo ambos factores impactan en todo el mundo y, en particular, en América Latina, una región que arrastra serios problemas de corrupción desde hace décadas, sin grandes cambios a la vista, según reflejan cada año los datos de Transparencia Internacional.

Participé en los tres proyectos. WikiLeaks expuso cómo actuaba la diplomacia de Estados Unidos, lejos de sus grandes declamaciones; Panama Papers reflejó cómo funciona el opaco mundo de los paraísos fiscales y las sociedades offshore ante la desidia o complicidad de organismos como el G-20 y una larga lista de países, y Fincen Files desnudó que los bancos ganan fortunas trabajando para delincuentes, afectando las cuentas públicas de todos los países, pero en particular de aquellos que más necesitan cuidar cada centavo del dinero público.

Los Fincen Files permitieron corroborar cómo billones de dólares de redes criminales, políticos y evasores de impuestos -muchos de América Latina- fluye a través de los grandes bancos, sin que pueda impedirlo el sistema creado para -en teoría- detectar y confiscar esos fondos ilícitos. Queda claro que la permanente cruzada anticorrupción latinoamericana no irá a ninguna parte si no se modifican ciertas prácticas como las que quedaron expuestas por estos documentos.

¿Por qué eso debería importarnos en América Latina, cuando tenemos tantos otros problemas? Porque revelan cómo fortunas colosales de las arcas públicas que debieran ir a la infraestructura o a los programas sociales que beneficien a los más necesitados terminan en cuentas secretas en paraísos fiscales, fomentando el lavado de activos, la evasión y otros posibles delitos. Pasó con dinero de Venezuela, de México, de la Argentina, entre otros países.

En Venezuela está la historia de Martín Lustgarten, un empresario venezolano que reside en Miami y quien se enriqueció como corredor de divisas de la élite chavista conocida como la “boliburguesía”, sospechosa del robo de millones de dólares. O la de Alejandro Ceballos Jiménez, quien giró a compañías offshore y cuentas familiares un total de 116 millones de dólares que debían destinarse a construir viviendas sociales también en Venezuela. En la Argentina están los detalles de los 30 millones de dólares de la corrupción durante el gobierno kirchnerista que un intermediario se robó, para luego desaparecer sin dejar rastros. En México se da cuenta de la “actividad sospechosa” del asesor político venezolano Juan José Rendón que, según el Deutsche Bank, “podría estar vinculada con el (ex) presidente de México Enrique Peña Nieto”.

Esos documentos secretos expusieron, en particular, cómo cinco de los principales bancos globales -JPMorgan, HSBC, Standard Chartered Bank, Deutsche Bank y Bank of New York Mellon- movieron fortunas de personajes cuando menos cuestionables incluso después de que las autoridades de Estados Unidos multaron en el pasado a esas instituciones financieras por las fallas graves que evidenciaban en sus sistemas de prevención y detección del lavado.

Solo por operar las cuentas del célebre estafador Bernie Madoff, por citar un caso, se estima que el JPMorgan obtuvo beneficios por cerca de 500 millones de dólares. Luego el banco debió desembolsar alrededor de 2600 millones de dólares al gobierno de Estados Unidos y a las víctimas para cerrar las investigaciones sobre su rol. Es muchísimo dinero, sí. Pero durante el mismo trimestre, el banco registró ganancias por encima del doble de esa cifra.

La pregunta obvia es, pues, por qué los reguladores no aplican sanciones más duras a los bancos. Hay múltiples argumentos. El más habitual es que el objetivo del sistema es que las entidades admitan sus errores, no llevarlos a la quiebra. Aunque les cobren multas muy elevadas que podrían quebrarlos, prefieren que erradiquen sus malas prácticas. Así evitan la pérdida de miles de empleos directos e indirectos y que sus clientes pierdan todo o parte de sus ahorros.

Yendo más atrás en el tiempo y saliendo del sector financiero, ese argumento explica las sanciones que en su momento recibieron Siemens y Odebrecht cuando admitieron sus delitos en Estados Unidos. Ambas acordaron pagar multas millonarias, pero siguieron vivas, a cambio de comprometerse en la expiación de sus pecados. Pero el problema con ese argumento se da ante una conducta recurrente de un mismo infractor. ¿Qué hacer en ese caso? ¿Ordenar su liquidación?

Pensar en esa opción es, hoy, una utopía. Más en América Latina, que en medio de una recesión económica que afecta o afectará a la mayoría de los países, tendrá que lidiar con maneras de atraer inversiones extranjeras. Pero ha llegado el momento de que las autoridades regulatorias internacionales apliquen multas punitorias que de verdad impacten en las cuentas de los infractores y que los gobiernos de la región se comprometan a diseñar mecanismos para, sin desalentar la inversión, vigilar a los grandes bancos.

También se tendría que ordenarles expandir de manera concreta sus áreas de cumplimiento antilavado -con personal y presupuestos acordes a la tarea de alcance global que afrontan-, y disponer auditorías externas que de verdad les cuenten las costillas.

Esto puede sonar demasiado teórico y abstracto. Pero ajustar o no las tuercas del sistema antilavado global, de la operatoria offshore, de las áreas de control de los bancos es lo que a menudo evita que miles de millones de dólares, fruto de la corrupción y la evasión, se escapen de América Latina cada año.

Es dinero público o que se debiera tributar y llegar a los sistemas de salud públicos —especialmente necesitados ahora, en medio de la pandemia—, la educación o proyectos de asistencia social cuando se avecina una crisis económica. Hasta ahora, terminan en botellas de champagne, apartamentos, carros y relojes de lujo, en vez de en viviendas sociales. ¿Queremos eso?

 

(*) Hugo Alconada (@halconada) es abogado, prosecretario de redacción del diario La Nación y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ). Es autor del libro Pausa. Este artículo de Opinión se publicó originalmente en The New York Times.

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