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Incentivos, ¿perversos o virtuosos?

Sergio Dellepiane

Cualquier ser humano que deseara incorporar a su bagaje de conocimientos elementales de economía práctica, debería comprender, antes de todo, cómo funcionan los incentivos humanos y las conductas más probables que movilicen, según sea el proyecto que impulsan.

Todo populismo, con su irrefrenable afición por el corto plazo y la ignorancia, su hermana del corazón, con su torpe improvisación, suele prevalecer en las Legislaturas de las Naciones y en sus órganos Ejecutivos, aún cuando sus decisiones perjudiquen al conjunto del tejido social.

A la par de este anacrónico y perjudicial comportamiento en bloque, muchos seres humanos maximizan beneficios y ahorran esfuerzos, pues están en estado de alerta permanente para tomar lo que se les ofrece “gratuitamente”, a costas de los esfuerzos de otros, pues trasladan el costo de la dádiva a los demás. Siempre listos para sacar ventaja al menor sacrificio personal posible.

Cuando se recorre un parque desconocido, es posible visualizar pisadas fuera de las sendas demarcadas. Indican al paseante los caminos más cortos y rápidos para ir de un lugar a otro. Del mismo modo, las mejores localidades para un espectáculo pago, se agotan antes de que llegue el primero a la fila para comprar su entrada con recursos genuinamente obtenidos.

Los profesionales del rubro explican cómo aprovechar las desgravaciones impositivas a las que pueden acceder los empresarios radicando industrias en zonas “desfavorables”. Beneficios con retornos. Los diputados canjean pasajes de avión no utilizados, por dinero constante y sonante cada vez que pueden y los senadores designan a los integrantes de su árbol genealógico como asesores, sin vergüenza ni pudor. A nadie se le escapa un inciso, ni una coma. Todos toman lo que pueden del producido ajeno.

Por el contrario, los incentivos virtuosos alientan el trabajo y la productividad, premiando el esfuerzo cotidiano, la dedicación y el mérito. Es el mundo real, duro y crudo, de la competencia, la exigencia y el mercado. Sobrevivir o desaparecer son sus alternativas.

Los incentivos perversos crean oportunidades para ganar sin generar valor, se apropian de plusvalías ajenas y artificialmente se asignan retribuciones injustificadas o de privilegio, fuera de toda norma legislada. Algo tiene para ocultar quien voluntariamente no quiere o no puede mostrar.

Cuando el Estado se agiganta, basado en regulaciones fantasmagóricas, se crean reparticiones “ad hoc” y a la par, se expande el mercado político, ese que transa puestos inamovibles y/o beneficios “non sanctos”, a cambio de retornos irrastreables o de militancia rentada.

El populismo y la ignorancia han soslayado tantas veces las reglas del sentido común que Argentina podría ocupar un lugar de privilegio en el Manual de Introducción al Fracaso de las Naciones.

Está archi demostrado que los controles de precios desalientan la producción; que tarifas subsidiadas incentivan el dispendio, pues retraen las inversiones de mantenimiento provocando apagones y desabastecimiento en momentos de mayor demanda; que la regulación de los alquileres agrava el problema habitacional; que los créditos subsidiados fomentan la especulación; que los cepos al libre intercambio de monedas impulsan la fuga de capitales; que las moratorias inducen al incumplimiento, pues alientan la evasión impositiva; que la industria del juicio, amparada en la legislación laboral vigente pero anquilosada, perjudica la creación de empleo registrado; que las cajas sindicales enriquecen a los sindicalistas enquistados en sus sillas “ad aeternum”; que las pautas publicitarias compran voluntades, facilitan “retornos” e inclinan la balanza de la opinión pública desmemoriada.

Favorecer al indolente, descorazona al esforzado. El futuro se vuelve impredecible y se esfuma la seguridad jurídica.

Algunos invierten, los menos buscan trabajo, pocos estudian y una mayoría adormecida aspira a obtener alguna dádiva que le permita sobrevivir.

Ordenar las conductas colectivas en forma pacífica y aspirar a alcanzar gradualmente sin prisa, pero sin pausa, el bienestar general, constituye el desafío mayúsculo para cualquier gobernante que aspire al desarrollo y progreso de su pueblo.

Bien sabemos que el orden social es frágil y sólo se sostiene mediante la aplicación regular y constante de reglas de juego no discrecionales, de acceso irrestricto y percibidas como equitativas para todo el entramado social.

Por fin, cuando los incentivos virtuosos sustituyan a los perversos, cuando la ignorancia sea reemplazada por la idoneidad y el amiguismo por la meritocracia, lograremos alcanzar un estándar del quehacer cotidiano, armonioso, productivo y ecuánime. Beneficioso para todos.

Todo lo que se intente, en pos del ideal, acarreará un enorme esfuerzo de alto costo y su resultado dependerá del correcto alineamiento de los incentivos virtuosos, que nos devuelvan el orgullo de ser argentinos.

No es otra cosa más que el fin último de todo arreglo institucional beneficioso para toda la comunidad nacional.

“Argentinos a las cosas, a las cosas…” – José Ortega y Gasset (1883 – 1955)

 

(*) Profesor en Universidad Católica Argentina (UCA). 

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