Por José Carlos Elinson
(Especial para ANÁLISIS)
-Gordo, ¿querés que nos echen a los dos? No puedo, no se puede.
-María Rosa, vos podés, estoy desesperado.
Y yo estoy desesperada porque se vaya mi marido, pero tampoco puedo. En serio Germán, este mes te “truché” dos faltazos y ya me están mirando torcido. Vos sabés, “la gente es mala y comenta”.
Salió del edificio y cruzó la calle. Se paró en la vereda de enfrente y se sintió un pigmeo frente al pomposo cartel que anunciaba las bondades de la empresa que le había insumido catorce años de trabajo diario y la prepaga que debía asistirlo en la emergencia de salud por la que estaba atravesando junto a parte de su familia tipo.
Con 35 grados a la sombra, una corriente de aire helado le recorrió la columna. “Nada más solo que un hombre solo y olvidado de la mano de Dios”, pensó aquel Germán Benítez que siempre había proclamado su ateísmo, cuando no, su apostasía.
Tenés que armarte de paciencia y esperar que te atiendan en la ventanilla 28 le había dicho María Rosa. La ventanilla estaba cerrada y la gente se retiraba del lugar con muecas de frustración.
-Tiene que venir a primera hora- le susurró un guardia de seguridad conmovido por la situación. –Esta es una vieja de mierda que quiere jubilarse y se cree que la empresa es de ella, abre y cierra cuando quiere y se va a tomar café a la cocina.
Infructuosamente, Benítez intentó por otros mostradores hasta que se convenció que estaba protagonizando una pérdida de tiempo y salió nuevamente a la vereda.
El cartel dinámico de la empresa mostraba al presidente del directorio recibiendo un premio en un torneo de golf en África. Debajo se leía en cuatro idiomas: “Somos campeones mundiales y usted junto a nosotros”.
Benítez caminó, después recordaría que no tenía demasiado claro por dónde, pero un recuerdo vago de Plaza Francia lo puso más o menos en tema.
Y siguió caminando. El anochecer se aproximaba como más apurado que de costumbre, las primeras luces de Buenos Aires saludaban la noche temprana y Benítez sin rumbo fijo seguía caminando. En la casita alquilada en Tapiales, Adriana y los chicos esperaban noticias del padre.
El médico forense diagnosticó agotamiento, deshidratación y fiebre. Fue una comisión policial la que pidió auxilio para asistir a un hombre caído al costado del camino.
Otra comisión policial después de los estudios de rigor fue la encargada de llevarlo hasta su vivienda.
-No sé, me dio un mareo, tropecé y me caí -pretendió disimular Benítez, ante la alarma de la familia.
La madre de Adriana había llegado a la casa de su hija y preparaba algo de comida. Nada era simple, nada era pasajero.
“Por qué si mentís una vez y mentís otra vez y volvés a mentir…”, soñaba Benítez que tarareaba en su semiinconsciencia.
“Es que si no miento los preocupo más de lo que están”, le respondía una voz de origen dudoso.
¿Cómo hago para decirle a la flaca que en el hospital no hay turnos hasta dentro de cuatro meses y que a los gurises no los pueden atender hasta que no arregle con la obra social de mierda? En Chajarí ya me lo hubieran solucionado, pero hay que vivir en Buenos Aires, y así nos va.
Soñó con el colectivo. Cuando se dio cuenta ya había pasado el último, doblaba por Ambrosetti, imposible alcanzarlo. Y este mareo…
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-Hice un Águila en el 3 decía sonriendo un médico veterano y por lo que podía escucharse también veterano golfista.
-No te agrandés viejo, respondió Máximo Zorraquín, el joven neurólogo recientemente incorporado al plantel profesional, yo el sábado en el 8 la puse de una.
-Perdón, doctores- la puerta de la cocina se entreabrió y una mucama anunció que un paciente estaba mal y lo habían acostado en una camilla auxiliar contra una de las paredes del pasillo que llevaba a los consultorios externos fuera de servicio a esa hora de la tarde.
-¿Quién está de guardia? Preguntó el mayor de los médicos
-En estos momentos, nadie. Porque están cambiando la guardia, respondió la mucama.
-Bueno, vaya nomás; dijo el profesional y agregó: Cierre la puerta. En fin…
-Che, ¿vas a ir a jugar a Paraguay?
-Sí, mi mujer no insiste en acompañarme. Capaz que vaya, respondió Cánepa, el mayor de ambos.
-Dale, podemos ir juntos.
Un servicio de emergencia se había hecho cargo del paciente del pasillo, que por falta de documentación no pudo ser atendido en el sanatorio.
Germán Benítez falleció en el trayecto hacia un hospital de agudos para indigentes. Debieron pasar semanas hasta tener datos certeros de su destino.
Cuando la mínima familia era trasladada al cementerio de Tapiales, en un cartel impúdico que abarcaba media cuadra del centro porteño, podía leerse: “Somos campeones mundiales y usted junto a nosotros”.