El expresidente falleció el domingo.
Por Antonio Tardelli (*)
A Menem, al que falleció hace cinco días, se lo debió enfrentar en su momento. No al tiempo de su obituario. A Menem, al que murió hace cinco días, se lo lo debió combatir políticamente en el instante mismo de su apogeo. No en el de su necrológica.
La muerte, que a veces comete la injusticia de redimir, muestra también a los vivos renegando del muerto al que bien exprimieron.
Menem fue lo que fue.
Aún hoy, a cinco días de su muerte, por consideración a sus familiares y a quienes bien lo quisieron o lo siguieron o lo admiraron, conviene evitar las palabras que lo definan.
Menem ya fue definido.
Por unos y por otros.
Por propios y por extraños.
Desde su fulgurante ascenso hasta su notoria decadencia, su opción política fue tan nítida y tajante que su figura no pudo rozar a ningún argentino sin obligarlo a posicionarse de algún modo ante ella.
Esa personalidad tan definitiva les viene de perillas a una sociedad y a una dirigencia a las que mucho les cuesta hacerse cargo de sus tragedias.
Una personalidad tan potente como la de Menem habilita a pensar que las cosas que les ocurren a los países, las más maravillosas y más horribles, pueden en gran medida ser determinadas por la actuación individual de un ser humano.
Es evidente que Menem hizo su trabajo.
Mas (malas noticias) no en soledad.
El slogan proponía: “Menem lo hizo”. Pero en verdad, no lo hizo.
O por lo menos no lo hizo solo.
En política conviven las razones estructurales y las explicaciones azarosas.
Las causas que se explican desde el peso de un sistema y los motivos que emergen de los comportamientos más o menos libres de los sujetos.
Pero nunca los incidentes de la historia pueden ser explicados totalmente desde las vidas individuales.
Entre quienes el domingo no se pronunciaron, y se escabulleron silbando bajito, y los que se expidieron reescribiendo su propia historia personal, se encuentran muchas de las razones que también explican el fenómeno que Menem representó.
Allí también se explica su gloria.
Y su caída.
Es cómodo pensar que fue Menem un extraño sin mística ni partido que llegó para hacerlo todo contrariando la voluntad del pueblo.
Eso suena bien.
Libera a los peronistas en tanto parte de un movimiento.
Exculpa a los cuadros del PJ en tanto militantes.
Absuelve a los ciudadanos todos por sus acciones y sus omisiones.
Mas no es así.
Menem no pudo hacerlo sin un ejército de gobernadores, legisladores, funcionarios, magistrados, comunicadores, sindicalistas, empresarios, militantes y punteros.
No pudo hacerlo sin los argentinos.
No pudo hacerlo solo, pese a que la soledad política en que murió parecería indicarlo.
La muerte no redime.
No clausura ni indulta.
Lo que hace, en todo caso, es enfrentar a los humanos, y entre ellos a los políticos, con su insignificancia original.
Los notifica del tamaño de sus vidas.
El tiempo le irá colocando la dimensión definitiva a esas concretas experiencias y de seguro pequeñitas lucirán las de quienes, en el suspiro final de una personalidad controvertida, no pueden renunciar a su oportunismo negando al muerto tres veces, y treinta, y trescientas si es que falta hace.
Salud a quienes, fieles a ideas y valores, combatieron a Menem cuando Menem merecía ser combatido.
Pero salud también a quienes, en la hora de su muerte, no abjuran de su pasado ni reniegan de su historia.
Ni de su asumido menemismo.
Son preferibles.
Nada a quienes, en cambio, saltimbanquis de la política, patilludos ayer y pingüinos hoy, neoliberales antes y keynesianos después, derechosos en el pasado y progresistas en el presente, exhiben impúdicos su modus operandi descubriendo con treinta años de atraso los defectos de sus jefes.
O sea, descubriéndolos treinta años después de que esos jefes y esos defectos perpetraran con su sensible colaboración los estragos morales y materiales que los hacen acreedores a un lugar en la historia.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS
(Imagen: www.mundonews.com.ar)