Una ineficacia bien alemana

El partido de Merkel perdió las elecciones parlamentarias.

Por Antonio Tardelli (*)

Les sucede a los sajones, siempre tan ordenados ¿Por qué no habría de ocurrirles a los argentinos, arquetipos de la desorganización? Males germanos, consuelo argento. Ángela Merkel, la prestigiosa canciller alemana, se despedirá del poder arrastrando al menos dos reveses electorales. Este fin de semana, su espacio conservador, la Unión Demócrata Cristiana, cayó en sendos comicios regionales; la prensa consideró que había sido una prueba electoral de catástrofe para el partido gobernante. 

Dos razones ofrecieron los analistas para explicar la pobre performance del oficialismo: problemas en la gestión de la pandemia y un escándalo con sobreprecios en la compra de barbijos.

Alemania no es la Argentina, Berlín no es Buenos Aires ni Gelsenkirchen es Calamuchita.

Pero siempre nos toparemos con analogías, si las buscamos, en el mundo globalizado.

Problemas de gestión y problemas de corrupción.

Son rubros en los que la Argentina se destaca.

Podría la patria dar cátedra en ese terreno.

No obstante, siempre sospechado de corrupción por sus frondosos antecedentes, el cuarto kirchnerismo parece haberse vuelto un ejemplo en desaguisados de gestión.

La ineficacia del gobierno alarma por el futuro que prepara.

Y sorprende por la identidad peronista de sus responsables.

Es cierto que la pandemia funcionará siempre como un atenuante de peso.

Así y todo, la falta de resultados del gobierno es impactante fundamentalmente porque, en sus lapidarias críticas al macrismo, lo último que se imaginaba el ahora oficialismo era que su gestión pudiera tan siquiera ser comparada con la deficiente administración de Juntos por el Cambio.

Ahí anda, el gobierno, mostrando indicadores de ineficacia insospechados hace un año cuando el Presidente y su ministro estrella, Ginés González García, se ofrecían al mundo como espejo del combate mejor contra el coronavirus.

Consumida la primera mitad del tercer mes del año, la Argentina apenas si ha podido aplicar las dos dosis de la vacuna Sputnik al 1 por ciento de su población.

Al 1 por ciento.

A la Argentina, un país que acaricia los 46 millones de habitantes, han llegado apenas 4 millones de vacunas.

Es una indicador de ineficacia.

Pero también de ineficiencia: podemos medir la eficiencia poniendo los resultados en relación con los recursos invertidos en la brega.

Para alcanzar esos indicadores tan pobres, la Argentina ya se gastó la mitad del presupuesto anual que había previsto para la compra de las vacunas y su correspondiente traslado.

Argentina ha adquirido más de 15 millones de vacunas.

Pero al país apenas si han llegado 4 millones.

O sea: casi tres de cada cuatro vacunas ya pagadas permanecen todavía en el exterior.

La Argentina, que en el ranking de países ordenados según su desarrollo humano figuraba el año pasado en el lugar número 45, está por debajo de ese puesto en la tabla mundial de la vacunación.

Se encuentra, concretamente, en el sitio 56.

Menos del 5 por ciento de la población argentina ha sido inoculada.

Y menos del uno por ciento recibió las dos dosis.

Es marcado el fracaso que exhibe el gobierno en materia de política pública para enfrentar a la pandemia.

Pero no sólo en relación a los indicadores que muestran otros países.

El gobierno argentino ni siquiera se acerca a los objetivos anunciados por él mismo.

No alcanzó las metas que solito se impuso.

Aseguró en su momento el gobierno que en febrero de este año contaría con unos 20 millones de dosis.

Andamos cerca de los cuatro millones, o sea, cinco veces menos.

Los números no acompañan los objetivos, ni las metas, ni las promesas.

En las últimas horas, fue escrachado en un comedor el ex ministro Ginés González García.

Los indicadores de su gestión terminan luciendo discretos y el escándalo de las vacunas de privilegio acaba por opacar lo que hasta acá era una prolija foja de servicios en defensa de la salud pública.

Lo que lleva a preguntarse, primero, sobre el destino de los prestigios en la Argentina, que están a salvo de casi todo menos de una incursión por el gobierno.

Pero también sobre el origen de los fracasos: es pertiniente la pregunta acerca de si responden a las políticas concretas, específicas, técnicas, o a un problema mayor de política general.

No se resolverá acá si la política es una cosa y la implementación otra distinta.

O si la ejecución ya está impregnada, concebida, en el mismísmo momento en que la política se diseña.

Que lo discutan los académicos.

En todo caso, los indicadores finales son expresión de un fracaso que puede explicarse desde deficiencias de implementación (¿por qué tenemos tan pocas vacunas?, ¿por qué no aplicamos las que tenemos?, ¿por qué países menos importantes en materia económica y menos solidarios en cuanto a la orientación de sus gobiernos han hecho las cosas objetivamente mejor que nosotros?) pero también desde políticas generales que, evidentemente, arrastran a las específicas o las contaminan.

Todo queda salpicado en una política general que para el caso sería: “Dale, che, vacuname a este compañero que está todo bien”.

O si no: “Es un amigo; no vamos a andar pijoteando con las vacunas”.

Lo implícito en esos dos comentarios, tan verosímiles en una cultura política como la argentina, serian ejemplos de concepciones generales que podrían echar a perder todo lo demas siendo que, por otro lado, no es seguro que todo lo demas haya sido bien diseñado y puesto en práctica.

Así, pues, sobran indicadores pobres como pruebas de mala praxis.

Ocurre aquí y en Alemania, donde la buena de Merkel, representante de uno de los pocos liderazgos que en este tiempo extraordinario ha mostrado alguna jerarquía, pierde elecciones por problemas de gestión y por líos de corrupción.

Pero, bueno, ellos son alemanes. ¡Qué jorobar!

(*) Especial para ANALISIS

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