Ché Pibe, vení votá

Antonio Tardelli (*)

En una ceremonia que tuvo algo de gestión y mucho de campaña, el presidente Alberto Fernández afirmó hace pocos días: “Los jóvenes siempre fueron protagonistas de la historia y siempre que han aparecido dieron vuelta una página”. Fue durante la apertura de la Semana de la Juventud Latir, ocasión en que fue lanzada la segunda etapa del plan Argentina Programa.

El gobierno entregará 60 mil subsidios con el propósito de generar empleo de calidad. Sus destinatarios serán ciudadanos que se desempeñan en el ámbito de la economía del conocimiento. Es que los jóvenes, insiste el primer mandatario, siempre protagonizan las transformaciones.

En la voz del poder, de un poder que a lo largo de la historia se desgasta, la apelación oficial remite a otra que, hilo conductor, también convocaba a la juventud. Y también lo hacía desde afuera. No era la propia voz de la juventud. Parodiaba la voz de los adultos que se acercaban a los jóvenes. Hacia el final de la dictadura, con un conflicto bélico que recién apagaba sus fuegos, cantaba Raúl Porchetto: “En la emergencia nacional, la juventud es primordial”.

La canción finalizaba invitando: “Ché Pibe, vení votá”.

Es notable como el poder se desentiende –si no de sus acciones– de las consecuencias de sus determinaciones. En la Argentina de 2021, no en la agonizante dictadura ni en los albores de la democracia esperanzada, la mayoría de los jóvenes son pobres. Viven en la postergación. Se hallan de la fatídica línea de la pobreza hacia abajo. Muchos no estudian ni trabajan.

Experimentan situaciones de precariedad la mayoría de los jóvenes que tienen empleo. El trabajo informal gana por goleada. Las perspectivas de futuro brillan por su ausencia. Un continuo recorrido de decadencia parece ser también el futuro. La movilidad social es vano espejismo. Lejos queda, apenas en la literatura, el sueño de doctorado que satisfará a los padres.

No es responsabilidad excluyente del primer mandatario. Ni de su gobierno. Ni de su partido. De ningún partido en soledad. Se trata, sueño arrebatado, de todas las administraciones que, con luces y sombras, gobernaron la Argentina entre los ochenta del siglo pasado y este presente gris. Es la deuda de la democracia recuperada en 1983.

Evidentemente algo no funciona: el pueblo gobierna (eso es la democracia) pero la mayoría del pueblo vive en una situación material éticamente inaceptable. El pobre Fernández, en todo caso, paga por su ubicuidad: fue funcionario de Raúl Alfonsín, de Carlos Menem, de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández. Con sus idas y vueltas, encarna esa continuidad que fracasa y fracasa sin cesar. Y que se renueva y se renueva renovando promesas y anunciando futuros inmejorables.

Parte del fracaso radica en la facilidad de palabra. En la banalización del discurso. En la falta de consecuencia. Se desconoce si Fernández reniega de su pasado cuando jura que nunca, nunca jamás, extravió su costado revolucionario. Ni siquiera cuando, siendo candidato de Acción por la República, el partido que en 2001 lideraba el por entonces ministro de Economía de la Alianza Domingo Cavallo, compartía boleta con una abnegada defensora de la dictadura militar como la actriz Elena Cruz.

Se puede ser menemista sin que se extingan los destellos revolucionarios. Se puede ser revolucionario pensando y militando para la fuerza de Cavallo. Se puede seguir siéndolo mientras se comparte tribunas con Cruz y su recordado esposo  Fernando Siro, también exégeta del general Jorge Rafael Videla. Los defensores del genocidio desconocían que en la lista se les había colado un revolucionario (una suerte: pudo ser trágico). El revolucionario compartía propuesta con admiradores del Terrorismo de Estado.

Nada extingue la llama revolucionaria de los veinte años. En cualquier momento vuelve a arder. Nada la sofoca: tampoco un deslucido paso por el Partido Nacionalista Constitucional, una fuerza (también) de derecha que orientaba Alberto Asseff. Fernández puede atravesar todos las aguas, las más mansas y las más agitadas, sin que su llama revolucionario lo note. Curiosidad: Elena Cruz asumió en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires cuando alguien renunció para convertirse en jefe de Gabinete de Néstor Kirchner. Ése era Alberto Fernández.

La Argentina, que exige revisiones de manera selectiva, ya ha olvidado que de aquella fuerza reaccionaria participaban también otros referentes que en este tiempo, acaso revolucionario, militan en el gobierno transformador: por allí andaban, por caso, el hoy funcionario Gustavo Béliz y el sindicalista devenido en poderoso empresario de los medios de comunicación, Víctor Santa María.

Las palabras están ahí para ser tomadas. Cualquiera puede asirlas; nadie es portero del diccionario. Pero la levedad es insoportable. La superficialidad, agobiante. La banalización, escandalosa. Está visto que la palabra revolución, que supone cambios radicales, puede a cualquier cosa ser aplicada. Quienes se reconocen reformistas albergan en algún lado, aprendemos, la llama de la revolución. No sea que por ahorrarnos algún giro –nada cuestan las palabras– nos perdamos algún voto distraído.

¿Por acá o por allá? ¿Por arriba o por abajo? ¿Una cosa o la otra? En Méjico la revolución se encarnó en un partido que fue bautizado con un oxímoron: Partido Revolucionario Institucional (PRI). ¿El cambio o lo permanente? ¿La continuidad o la transformación? En la Argentina, en este tiempo, eso se llama Frente de Todos.

Fernández es un hombre formado e inteligente aunque su locuacidad termine desdibujando la caracterización. Como sea, la trayectoria personal desmiente sus acendradas convicciones transformadoras o, ¡ay!, revolucionarias. Como muchos exponentes de la generación gobernante, Fernández supo ser joven en el inicio de una democracia recuperada que –triste es decirlo y difícil reconocerlo– multiplicó varias veces la pobreza en la Argentina.

Reino de la libertad, espacio para tramitar los conflictos, la democracia sin embargo condujo al país a un retroceso notable en casi todos los rankings internacionales. Ello se fue materializando sin que para los jóvenes dejara de ser, al menos en lo retórico, una promesa. Jamás escaseó una promesa para los jóvenes interpelados. Con promesas se los procuró seducir. No obstante ello, la democracia, espacio de cambio y de progreso, fue siempre para los jóvenes una promesa incumplida.

Asediados hoy por una serie de peligros, los jóvenes viven lejos de los privilegios que sí usufructúa el poder. Miran a distancia la holgada vida de los ricos. Se hallan a kilómetros de la política partidaria. A ellos se invoca, como en la canción de Porchetto, cuando se aproximan las urnas: “Che Pibe, vení vota”. El poder despliega todos los posters de la rebeldía que le es familiar. En su discurso el Presidente menciona El Mayo Francés, la cultura hippie, el rock, Los Beatles, Los Rolling Stones, Joan Báez, Luis Alberto Spinetta y Manal. Pero la iconografía, emocionante, toca el timbre en viviendas casi vacías. Sería lindo que no fuera así pero esa rebeldía atrasa. Si no en los valores, seguro que erra en términos de cálculo electoral. Más pragmática, Cristina Fernández, cuando alude a los jóvenes y su vínculo con la política, menciona a L. Gant. Distorsiona un poco las cosas e incluso pronuncia mal, pero acierta en el punto de identificación.

Conformista y precavido, el poder presente transita por caminos distintos de  aquellas románticas transgresiones que solo puede citar en un contexto de asimilación y cooptación. Lo revolucionario, como el PRI, se vuelve institucional. Conviene desconfiar de esos batidos.

En la era de la posverdad, toda falsificación es factible. Todo relato es imaginable y susceptible de parecer verosímil. La promesa, a la vez, permanece. Sobrevive. Se renueva aunque le cueste superar la prueba de falsación. Las promesas lucen efímeras y la promesa ya no suena consistente. Los sueños se desdibujan. Los futuros se tambalean. La ilusión se debilita. Es una lástima.

Pero ella es así: la ilusión de este tiempo es cortita. No es revolucionaria. Ni reformista. Convivimos con políticos de circunstancia que vuelan bajito. Nos gobiernan los actores de la coyuntura. Miran, como lejos, el diario de pasado mañana. La ilusión de este tiempo, como mejor enseña otra canción, es desechable y provisional.

Desechable y provisional. Ése es el tamaño de nuestra ilusión.

(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS.

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